Es divertido observar cómo los perros, al igual que nosotros, son jerárquicos; también buscan subir dentro de su escalafón. Pero cuando aceptan a un humano como jefe de su grupo social, lo toman hasta la muerte. Algunas razas más, otras menos. Pero saben no morder la mano que los alimenta, algo que los humanos hemos convertido en arte. Cuando el presidente de EU, Barack Obama, apareció en el programa The Tonight Show, le comentó al anfitrión, Jay Leno, el recibir el siguiente consejo: “Si quieres un amigo en Washington, consíguete un perro”. Esta semana llegó a la Casa Blanca un can de agua portugués de seis meses: ‘Bo’. Obama les había prometido la mascota a sus dos niñas.
La simbiosis entre perro y hombre viene desde el Paleolítico, cuando los cánidos y los homínidos, no menos salvajitos ellos, aprendieron a coexistir, milenios antes que homo “domesticara” a especies herbívoras y proveedoras de proteína, e.g., cabras y ovejas, en la cuenca fértil del Mediterráneo. Hay paleontólogos que sostienen que el hecho de que las manadas caninas hayan tenido esta relación simbiótica con los tatarabuelos a media cocción desde hace 14 mil años: o sea, cuatro mil años antes de que el hombre dominara la huerta. Hay quienes sostienen que el perro ayudó a estos homínidos a mantener un entorno más higiénico, ya que comían los huesos y desperdicios que dejaba el hombre y lo ayudaban a cazar.
Así que, siendo tan importante el noble can para nosotros, ¿por qué es que llamar a alguien “perro” es peyorativo? Ah y “perra” te puede llevar a graves consecuencias, si los perros son más agradecidos y benevolentes que los políticos, y más “ecológicamente correctos”: nomás mira la valla de los cuatro ejemplares que siguen esperando nuestro voto después de hacer fiesta con el patrimonio nacional y que denuncia a voces, su ecología lesa y avaricia tiesa.
Luego, entre las acepciones de “perro” aceptadas por el Diccionario de la Real Academia, está esta: “[usado] por las gentes de ciertas religiones para referirse a las de otras por afrenta y desprecio”. Que yo recuerde, aparte de alguna referencia escurridiza de un kid flick de Pixar, el único chucho literario que haya dicho algo con relevancia religiosa, ha sido uno que en el cuento Aileen Mavourneen de Mark Twain, comentó: “Mi padre era un san Bernardo y mi madre una collie, pero yo soy presbiteriano. Esto me lo ha dicho mi madre. Yo, por mi cuenta, no conozco de estas distinciones finas”.
De estas distinciones finas tampoco saben, por criterio y raciocinio propio, muchos de los desamparados de este mundo a quienes la desnutrición vitalicia, la falta de fuentes fiables de alimento, seguridad, agua potable y su correspondiente pura y simple “anhedonia” (imposibilidad de experimentar placer) forjada a palo, no les permite lujos filosóficos.
Y encima viene el sumo pontífice y deja estupefacto hasta a los homínidos no muy sapiens de la época a predicarle a millones de africanos que el uso del condón ocasiona el sida. Con el poder que ostenta el líder espiritual de N millones, es hasta más criminal que entrenar a perros de ataque. Y esos millones lo abrazan como jefe de su comunidad quien los defenestra con retrógrada retórica, y uno casi cruza los dedos de que como el perro de Twain, fuese un problema ajeno, aunque no se lo endilgaría a ninguna comunidad religiosa. Tal vez a algunos políticos sí, después del espectaculazo que nos tiró cierto candidato en el debate vice-presidencial. Hasta el perro de Twain entendería lo que es un Estado laico y no mordería la mano que lo alimenta: me refiero a los fieles y a los votantes.
