El sociólogo argentino Ricardo Rouvier, analizando la crisis política cuasiperpetua que vive su país, señala (en un trabajo muy reciente) como una de sus causales directas a algo que él llama “la crisis del pensamiento estratégico”. Para ponerlo en términos más sencillos, la carencia de un proyecto, de una visión coherente e integral de futuro para el país. Dice Rouvier que: “...la ausencia de un proyecto de país significa la imposibilidad de contar con una visión común que establezca una meta como nación. Esta carencia se expresa en el predominio de lo coyuntural sobre lo estructural y en el desplazamiento de lo nacional por una integración mundial desigual...”
Este problema no es nuevo ni exclusivo, sino más bien generalizado y endémico en Latinoamérica. En Panamá es un tema que de una forma u otra ha venido siendo señalado por algunos pensadores locales, sin que haya sido aprehendido aún (o, al menos, considerado con la seriedad debida) por parte de los cuadros pensantes en las diversas formaciones partidocráticas locales. La mejor prueba de ello lo pudimos ver en los programas electorales de algunos candidatos en las pasadas elecciones, en donde hubo de todo: desde una recopilación enorme y contradictoria de promesas inconexas, hasta una parca enumeración de actividades y obras, sin el respaldo de un sustento filosófico.
Y ello no es de extrañar, pues aparte de la chabacanería inmoral en la conducta pública de muchos políticos, está el hecho cierto de que la política criolla, tal y como debería ser correctamente entendida y aplicada, ha derivado a niveles pasmosos de superficialidad conceptual y de desideologización. Así, vemos que nuestro entorno político lo componen partidos cuyo perfil doctrinal es algo imposible de identificar, pues en realidad no representan grupos de pensamiento y propósitos afines, sino más bien cofradías coaligadas basadas en intereses afines, a la caza del premio quinquenal: nombramientos burocráticos, dinero y poder.
Al igual que en el caso de la Argentina y tal como señala Rouvier, nuestras dirigencias políticas actuales “...se abrazan a la aventura del cortoplacismo, sin poder salir de ella. A tal punto que los verdaderos problemas, los de orden estructural, terminan superando a quienes tienen la responsabilidad de resolverlos...”. El mejor ejemplo lo acabamos de vivir. Cinco años de incoherencias indolentes, despilfarro y latrocinio, arropados bajo el manto difuso de un populismo mal armado y peor conducido. Y el futuro inmediato no pinta mejor. Es toda una incógnita.
Por otro lado, la calidad misma de lo que es la vida política nacional deja mucho que desear. El último ejercicio electoral lo ejemplifica. Todos los bandos cayeron, en mayor o menor medida, en eso que señala el autor precitado: en “...una cultura política que depreda las instituciones...”, mostrando su verdadera naturaleza, carentes de nuevas ideas y de voluntades consecuentes. Un marco en el que pocos –o nadie– están dispuestos a atreverse a reedificar un país con seriedad, dejando de lado las inmediateces miopes, los clientelismos electoreros, las prácticas demagógicas y la cobardía civil, a la hora de enfrentar la grave responsabilidad de guiarnos colectivamente hacia el futuro. Todo lo cual nos lleva a una preocupación mucho mayor, inclusive. Afirma Rouvier que: “...el vacío del pensamiento en una sociedad abierta... es rápidamente ocupado por los paradigmas construidos centralmente, adoptados sin mediación crítica...”. O sea, por modelos mesiánicos, basados en simplificaciones extremistas y en descalificaciones que explotan el prejuicio. Muchos, de claro corte totalitario. Esto lo vemos en fórmulas exóticas que, de repente, se convierten en la panacea de los necios, la droga moral de los diletantes intelectuales. El dogma vulgar de los adictos a la moda, a la comodidad y a la falta de rigor y de apego a la verdad.
Como dice el autor: “...Hemos importado mercadería intelectual con la misma liviandad que lo hicimos con electrodomésticos o escarbadientes...”. Hoy, muchos políticos repiten como cotorras los clichés de los aggiornados neoliberales: se ataca al Estado, casi que por deporte. Se proclama la necesidad de desarticular la propiedad pública y de regalarla corruptamente a quienes concentran el poder económico y a intereses foráneos, pretextando “eficiencia”. Se han satanizado palabras como bienestar, solidaridad, justicia o patriotismo, luego de vaciarlas totalmente de sentido. Pero, curiosamente, la base de las verdaderas deformaciones estructurales de nuestra sociedad (la ubicua corrupción de los poderosos, su codicia insaciable de dinero y poder, la aplicación asimétrica de la justicia, las vulgares e impunes violaciones a la ley, la miseria social asfixiante) siguen intactas y saludables. Rellenos mercadotécnicos artificiales han terminado supliendo la carencia de imaginación, de honestidad y de compromiso, en la inmensa mayoría de nuestros políticos.
Por eso, debería ser una meta y una exigencia ciudadana de primer orden el replanteamiento de la vida política para superar las mediocridades y pequeñeces de la partidocracia tradicional. Ralph Nader lo llamaba Citizen Revolt (revuelta ciudadana). Comenzando con la reforma de la legislación electoral y los estatutos de los partidos políticos, que deben ser transparentes, abiertos y realmente democráticos. La sociedad civil debe involucrarse, así como cada ciudadano de a pie, en esta lucha por superar estos factores de atraso, derivados de la carencia de un pensar estratégico y de un actuar consecuente. Debemos aprender a pedirles cuentas permanentemente a todas las autoridades elegidas, y a revocarles el mandato cuando sea necesario. Debemos exigirles una definición seria de proyecto nacional que, como dice Rouvier, conjugue “...la evolución de la humanidad y la existencia ineludible de la globalización, pero desde nuestra condición soberana como nación...”. Solo estas nuevas reglas del juego podrán llevarnos a la modernidad en paz, sobre bases realmente justas y equitativas.