Sus biógrafos afirman que el presidente George W. Bush valora mucho más la fidelidad que el talento. Aseguran, además, que carece de facilidad de adaptación para afrontar los grandes desafíos internos y mundiales porque es incapaz de divorciarse de la ideología y actuar con pragmatismo. La recomposición del gabinete de su segundo mandato evidencia que eliminó la diversidad ideológica de su primer gobierno y ahora nadie podrá contradecirlo ni hacerle ver que el rumbo establecido pudiera llevarlo al fracaso. Eso quizá sea bueno para Bush, pero es desastroso para Estados Unidos y para el mundo.
Como un monarca feudal, Bush recompensa la lealtad de sus cortesanos favoritos, no por su fortaleza e independencia de criterio, sino porque comparten sus dogmas ideológicos. La obediencia ciega, no el pensamiento crítico, estricto e independiente, es lo que ha impuesto Bush a su gabinete. No solo Estados Unidos, con sus múltiples matices, sino el planeta en su conjunto es demasiado complejo como para abordarlo con la estrechez de miras con que lo hace Bush.
En lugar de aprovechar la nueva oportunidad de rectificar el rumbo de su primer gobierno, el mandatario estadounidense seguirá imponiendo sus políticas y creencias extremistas. La mayoría de los estadounidenses se encuentran en el centro moderado del espectro político. Los votantes, a pesar del papel que jugó la derecha evangélica y los católicos conservadores, no apoyaron el proyecto radical que Bush intenta consolidar. Los difíciles problemas de política exterior en Irak, con los casos de Israel, Palestina, Irán, Siria y Corea del Norte, sumado a la crisis fiscal y de seguridad social, son suficiente argumento como para que el presidente de Estados Unidos girara hacia el centro en lugar que afianzarse en su base ultraconservadora. La realidad demuestra que lo que se ha impuesto en la Casa Blanca no es el pragmatismo, sino las convicciones doctrinarias e ideológicas. Una de ellas es el dogma de la guerra a cualquier precio. El prerrequisito para pertenecer al círculo íntimo de Bush es compartir su visión guerrerista.
No hay otra explicación para interpretar las razones por las cuales nombró a John Dimitri Negroponte al frente de la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI), un organismo creado hace un par de meses como parte de la reforma de los servicios de espionaje estadounidense demandada después de los atentados en Nueva York y Washington y la secuela de la guerra antiterrorista de la Casa Blanca.
La DNI supervisará el trabajo de 15 agencias de inteligencia, de más de 100,000 espías, administrará un presupuesto de 40 mil millones de dólares y se reportará directamente con Bush. Negroponte, en cuatro décadas de servicio diplomático, se convirtió en un experto en manejar invasiones militares estadounidenses y demostró ser uno de los mejores soldados de Washington durante la Guerra Fría. Se inició en Vietnam y llegó a ser asistente de Henry Kissinger, pasando luego por ocho países en tres continentes, hasta culminar su carrera diplomática en Irak, la última nación invadida por Estados Unidos.
En el medio ocupó cargos en las embajadas estadounidenses en Ecuador, Grecia -país de origen de su padre un acaudalado empresario naviero- y estuvo al frente de los asuntos de Asia Oriental y el Pacífico en el Departamento de Estado. Bajo la administración de Ronald Reagan fue enviado a Honduras donde fue la pieza clave en la política para derrocar al régimen sandinista de Nicaragua.
Negroponte fue el encargado de convertir a Honduras en una especie de portaaviones estadounidense en la región y, aunque lo ha negado, se lo señala como organizador de los escuadrones de la muerte, entrenados por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y articulados en el Batallón 316, responsable del asesinato y desaparición de unos 200 disidentes. También estuvo involucrado en la venta ilegal de armas a Irán para financiar a los contrarrevolucionarios nicaragüenses.
Su paso por México y Filipinas como embajador, también está marcado de denuncias de violaciones a los derechos humanos porque, como afirman sus críticos, posee una vocación natural interventora. Fue el encargado de negociar para Washington el abortado plan de mantener en Panamá una base militar encubierta bajo la fachada de Centro Multinacional Antidrogas (CMA) durante el gobierno de Ernesto Pérez Balladares.
Posteriormente pasó a ocupar el cargo de jefe de la misión estadounidense ante la Organización de Naciones Unidas (ONU) donde orquestó la maniobra en la que presentó al mundo, junto con el secretario de Estado Colin Powell, los informes falsos acerca de la inminente amenaza de las armas de destrucción masiva de Irak. Por esos servicios, el nombramiento como primer embajador de la Casa Blanca en el Irak post Sadam Husein tuvo como encomienda legitimar la ocupación militar estadounidense. Sin embargo, contrario a lo planificado, esa invasión está nutriendo el movimiento antiestadounidense en el Medio Oriente y las filas de grupos terroristas como Al Qaeda.
Acostumbrado a trabajar en las sombras y a hacer trabajos sucios, como superespía de Bush al frente de una megaorganización de inteligencia, Negroponte será el responsable de manejar la información secreta, las operaciones clandestinas, los interrogatorios bajo tortura y las crecientes violaciones a los derechos de los detenidos en suelo estadounidense y en otros países bajo supuestos vínculos con redes terroristas. Es un convencido de la legitimidad de la desestabilización en el extranjero, es decir, magnicidios, golpes de estado o intervenciones militares, si estos sirven a los intereses estadounidenses. Negroponte, de acuerdo a los analistas, es el diplomático estadounidense que más capacidad tiene para poner negro el panorama de cualquier nación extranjera.