Adiós, muchachas

No sé explicar por qué la partida de las reinas de belleza me ha sumido en una vaga e inesperada nostalgia. ¿A qué obedecerá la extraña tristeza que siento ahora cuando cada una de las divas inicia el viaje de retorno a sus países y a la realidad de sus vidas cotidianas? ¿Por qué ha quedado relegada a segundo plano mi convicción de que los concursos de belleza son unos inventos banales de voraces empresarios, cuyo único interés es montar un show de televisión que les produzca pingües beneficios?

Durante los cortos días que se reunieron aquí las más hermosas mujeres de América, Africa, Europa, Asia y Oceanía, desaparecieron como por encanto los graves problemas que agobian a cada uno de los países por ellas representados. Fue como si, tocado por una varita mágica, nuestro mundo hubiera sido capaz de olvidar por un instante el hambre, el sida, la injusticia y el dolor. ¿Será esto lo que extraño, ese paréntesis de solaz abierto ante la belleza y la alegría?

Arrebujados en un manto de fantasía, los panameños logramos también superar por unos días el tedio y el amargor cotidiano creado por la política, el desempleo y la corrupción, para zambullirnos en el reino maravilloso que surge de la alegría y la hermosura. Un país tan pequeño como Panamá no puede albergar en su seno, aunque sea brevemente, tanta belleza, tanta juventud, tanto anhelo de futuro, sin contagiarse de todo ello. Y nos contagiamos realmente. Porque las muchachas que se pasearon a lo largo y ancho de nuestro territorio no eran solamente bellas, sino que rebosaban juventud y su alegría era la más hermosa y la más contagiosa de todas las alegrías: la simple alegría de vivir, que tan bien reflejaba la sonrisa de Amelia Vega, la dominicana que fue escogida como la más bella entre las bellas.

Panamá como país lo hizo muy bien. Se lucieron nuestras dos reinas, Justine y Stephanie, cuya hermosura y donaire seguirán rompiendo corazones; se lució el Gobierno, se lucieron los empresarios y se lució el pueblo. La actitud infantil de unos cuantos extraviados quedó ampliamente superada por la madurez y creatividad que en esta ocasión demostraron los verdaderos representantes de las organizaciones populares. Marcharon, sí, aprovechando el momento para mostrar su inconformidad por las inequidades que sin duda prevalecen en nuestra sociedad. Pero su protesta la hicieron con orden, contagiados sin duda por el entusiasmo, a la vez ingenuo y pleno de coquetería, de las soberanas de la belleza. También ellos presentaron en público a sus propias candidatas, pero a los reinados de la corrupción, del desempleo, de las desigualdades, una ironía creativa que les valió el reconocimiento de tirios y troyanos, que percibimos ese gesto como admisión disimulada de que también ellos querían que este país, en el que todos convivimos, mostrara al mundo su mejor imagen. Las autoridades que confiaron en ellos y que aceptaron el riesgo de dejarlos protestar el mismo día que se celebró el concurso, merecen también el reconocimiento ciudadano.

Ya finalizó el concurso, pero el nombre de Panamá, como un vibrante campanazo, recorre todavía el mundo. Confío en que ahora todos seremos capaces de comprender que en el turismo tenemos una verdadera tabla de salvación que puede ayudarnos a mantener a flote nuestras esperanzas de bienestar y prosperidad. Pero sobre todo, confío en que los panameños lograremos alcanzar un general entendimiento que permita que quienes vengan a conocer nuestro país se lleven de él la mejor impresión. Aquí tenemos todo lo que un turista puede anhelar: Canal, playas, islas, montañas, ríos, bosques, y excelentes hoteles. Solamente nos falta la decisión y la voluntad de trabajar juntos. Nuestro Canal es una muestra de que si queremos, podemos hacerlo.

Durante la celebración del concurso Miss Universo, Panamá no solo ofreció al mundo su mejor cara, sino que, por un instante, esbozó también una tímida pero muy hermosa sonrisa. Tal vez mi nostalgia obedezca al temor de que, al llevarse las muchachas consigo su belleza, su juventud y su alegría de vivir, vuele también esa sonrisa y en nuestro rostro vuelva a instalarse el rictus amargo que traen el enfrentamiento y la incomprensión.

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