¿Cuándo aprenderán los gobernantes panameños a buscar las raíces de los problemas nacionales, en vez de dedicarse a emparcharlos cuando se convierten en conmoción pública?
En medio de la falsía política que se respira en el ambiente, al menos resulta saludable que numerosas personas versadas hayan salido a opinar en los medios sobre el (¿nuevo?) perturbador tema de los resultados de las pruebas de admisión de la Universidad de Panamá. Algunas autoridades, en franca simplificación de los hechos y como si estas cosas surgieran por vía del Aedes Aegypti, culpan del desastre a la mala preparación de los estudiantes, y punto. Y como todo en la política criolla tiene solución, recurren a la pantanosa reducción de la "severidad" del índice predictivo para esquivar todo lo demás. De paso, aunque no sería elemento atenuante en este caso, no parece haber información objetiva de que tales predicciones hayan sido alguna vez comprobadas posteriormente.
Esta materia ha resurgido dramáticamente en brazos del partido político que creó el problema cuando decidió que la educación pública tenía que servir como medio de apoyo a la dictadura. En cierto grado consiguieron su objetivo al desarticularla para convertirla en un instrumento de dominación ideológica. Los alumnos del momento serían los hombres del futuro, decían; y éstos, despojados de intelectualidad y espiritualidad y convertidos en una masa informe, habrían de ser levadura para la liquidación de toda huella de "dominación" por parte de las élites intelectuales y económicas. Aunque ya no les sirva ese propósito político, lo que hicieron en su momento sigue teniendo catastróficos y perdurables efectos en la Nación.
La ausencia de un proyecto de educación pública para la formación de un ser humano íntegro en cuanto a competencia, conciencia, moral y ética ha producido lo previsto: un ciudadano incapaz de valerse por sí mismo; que no sabe ni adonde ir, ni cómo ir; egoísta; sin visión de futuro; pasivo ante los problemas sociales de su entorno, y absolutamente dependiente del Estado. Venimos cargando el lastre de dos décadas de formación de "relevos" sucesivos de hombres y mujeres que no reconocen su propio valor; que se contentan con ser del montón. Éstos, insertos en formas variadas en la educación pública y en las instituciones del Estado, han reciclado en el país su ineptitud en detrimento de la sociedad entera, incidiendo tremendamente en los costos sociales de la Nación.
La materia prima de la Universidad es el egresado del colegio secundario, y éste está llegando a sus pruebas de admisión sin poseer las cualidades indispensables para un aprendizaje exitoso. Así no podrá jamás hacer frente a las exigencias de una enseñanza superior, y terminará como una figura más en las estadísticas de deserciones, de repeticiones y, en el mejor de los casos, de frustraciones profesionales. El segundo ciclo escolar tiene que reajustar su currículo de alguna manera para convertir el último año en una especie de período pre-universitario con énfasis en la orientación vocacional, asumiendo de esta manera la responsabilidad plena del "refrescamiento" final.
Resulta inconcebible que 17 años después de caída la tiranía militar aún no se haya encarado adecuadamente esta situación que es de primordial importancia para el desarrollo social del país. Medidas absurdas como bajar índices de admisión solo alimentan el subdesarrollo personal y nacional y son, como mínimo, un desprecio a la humanidad de estos jóvenes. Es evidente que ellos no son los culpables del problema; lo son el segmento de la sociedad que actuó mal en un principio, y el que miró y mira todavía hacia el otro lado. Y si interpretamos esta acción como un anuncio de que el gobierno actual no piensa hacer nada para reparar el daño de fondo, ¿le permitiremos los demás que continúe eludiendo o rehuyendo esta trascendental obligación?
