No seré yo el que pretenda expresar y definir con exactitud y poesía lo que es el amor, porque sé que desde que la humanidad comenzó a escribir ha aprendido a dejar constancia escrita de lo que es el amor. Algo he leído y algo he oído decir a los que han leído más que yo y, realmente, no nos aclaran plenamente el concepto de lo que es el amor. Pienso que podemos hablar y describir los efectos sobre lo que se siente, se hace y se dice cuando estamos enamorados… eso es más fácil; de eso me parece que podemos hablar los que estamos enamorados o han estado enamorados.
Cuando adolescente, de los mayores escuchaba que los mejores amores son los que se sienten en la adolescencia. Quizás, porque a esa edad las emanaciones del corazón son más honestas, espontáneas, entusiastas y, por lo tanto, más puras. Después nacen los amores de la carne, del deseo, de las pasiones lujuriosas, que muchas veces avergüenzan y son censurables.
Siempre he pensado que Cupido habita en lo celestial y, cuando sale de su casa entre las nubes y nos alcanza con sus flechas, lo que nos da es la bendición de Dios cuando de entre tantos dones que dio al hombre, concedióle el amor.
Lector que lees estas cavilaciones mías y, sobre todo, los jóvenes, decidme si me equivoco. Aquel que haya tomado entre sus manos la menuda de una niña enamorada, y siente el vibrar por ella los estertores de su corazón nervioso por el contacto de las pieles tiernas; que haya caminado con ella, sintiéndose que solo los dos habitan el mundo y que nadie más existe; que en sus ojos miramos el secreto de la creación y que al decirnos que nos aman sentimos que nos concede la vida eterna plena de dicha, sin dolor y todo amor.
Digo, pues, que aquel que haya vivido estos momentos, quizás comprenda que estas son las cosas dulces del amor. Amor de seres humanos de carne y hueso que también sienten miedo, zozobra, ansiedad y lo que es peor, a veces… celos. Querer verla y no poder, querer oírla y no poder, querer tomarla de la mano, por el talle y llevarla a pasear y no poder.
Pensar que ya no nos quiere. Pensar que en su capricho de mujer pudiera distraer sus emociones hacia otra persona. Y, cuando ya está junto a nosotros y gozamos intensamente con solo tenerla a nuestro lado, sin importarnos nada y nadie más; presentir el momento cuando tiene que irse, cuando tiene que dejarnos por las razones que fueran. Quisiéramos ser su sombra para irnos con ella. Sufrir pensando qué hace, qué come… con quién habla, si piensa en mí.
Pareciera que nuestra vida no tiene sentido, entonces, y caemos en cuenta de que el sentido de nuestra vida es ella. Así entiende uno con grado de claridad por qué es que se casan los hombres. La ley de Dios y de sus hijos ha previsto una manera indestructible y permanente de unir para siempre este amor: el matrimonio; este sagrado sacramento que inicia y desarrolla la empresa más importante de todas: la familia. Soy de opinión que en nuestra sociedad civilizada, el matrimonio es el sello bendito y legal que autentica y consagra la acción más genuina y real de un hombre y una mujer: ¡Amar!
