Estamos de acuerdo con que el país está huérfano de docencia política, pero cuando los docentes tampoco la han recibido, la cosa se torna grave. Es algo así como lo que sucede con la educación pública.
Ahora, en el nuevo capítulo de la perniciosa maraña armada en el Ministerio Público, algunos funcionarios del gobierno pretenden enseñarnos que la pugna por la Procuraduría General de la Nación es asunto de estricto derecho, mientras otros alegan que la “gobernabilidad” del país justifica el pretendido rescate de dicha institución. Independientemente de las manipulaciones que hay detrás de esto –incluyendo la exitosa demanda del funcionario coimero– no es admisible exponer razones de gobernabilidad para acceder a un excesivo control sobre todo lo que sucede en el país. Esta es una aberración que sirve únicamente a sus beneficiarios directos; y ello por mientras, porque al final, por la natural transitoriedad del poder político, el asunto se les convierte en mueca.
Desde la perspectiva del PNUD, la gobernabilidad democrática “supone la legitimidad de las instituciones políticas, económicas y administrativas a todos los niveles”, requiere de participación ciudadana, transparencia en el proceso de toma de decisiones, y mecanismos para la exigencia de responsabilidades por parte de la sociedad. Joan Prats Catalá (director del Instituto Internacional de Gobernabilidad de Cataluña), y los tratadistas David Osborne, Izakhel Dror y Anthony Giddins, especialistas en el tema, la miran de la siguiente manera: “La gobernabilidad democrática no se refiere tanto a los atributos de un régimen democrático cuanto a las capacidades de una sociedad para enfrentar sus retos y oportunidades.
Una estrategia de gobernabilidad democrática es una estrategia de construcción de capacidades propias para fortalecer la interrelación entre el sistema institucional existente, las habilidades de los actores políticos, económicos y sociales, y la cantidad y calidad del liderazgo transformacional existentes”.
En suma, se trata de la capacidad a largo plazo de nuestras instituciones políticas y sociales para autogobernarse. Esto deja claro que el “poder político” de un gobierno no es sinónimo de gobernabilidad.
La verdadera estabilidad con paz política solo se logra ofreciendo al país una clara visión del futuro de las instituciones vitales para nuestro orden de convivencia y un proyecto nacional envolvente y de largo plazo que valide las obligaciones morales básicas del Estado: salud, educación, justicia, seguridad y responsabilidad mutua en el proceso de desarrollo social.
Para cimentar con éxito los cambios estructurales que todos anhelamos y que son bandera de este gobierno, hay que tener en cuenta que la modificación de las reglas del juego de la vida en sociedad no es viable sin la acción conjunta de la ciudadanía. Y mucho cuidado: que no se piense que el ciudadano común no percibe el fondo de cualquiera acometida contra las instituciones que le garantizan su vida en sociedad.
El país quiere cambios, pero solo aquellos que propicien la conducción continuada y armónica de los procesos sociales desarrollistas, y permitan a futuras administraciones fortalecer la equidad y las instituciones fundamentales. Si no lo vemos así, seremos cómplices de la destrucción de nuestra democracia.
Pureza y eficacia en las instituciones jurídicas del país es un clamor que se escucha por doquier; pero conflictos jurisdiccionales entre las autoridades no hacen más que abonar la descomposición de los órganos del Estado y conducen a mayor desmoralización general. Ya está bueno el recurso de buscar válvulas de escape jurídicas o de procedimiento para imponer uno u otro criterio político o jurídico, o para que algún organismo se revista de más poder que otro.
El país exige sagacidad política, responsabilidad y eficacia en el ejercicio del poder público en los tres Órganos del Estado. Por ello resulta inaudito que públicamente, en un debate abierto, un alto funcionario del gobierno sugiriera siquiera que los dirigentes de la actual administración no son políticos. Ante eso solo podemos recomendar que los que son políticos –que sí los hay– perciban con claridad las consecuencias de las decisiones que tienen efectos colectivos, y que los otros busquen sus lazarillos para que no se estrellen en el camino.
Daniel Filmus, director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y profesor de la Universidad de Buenos Aires, opina, junto a otros letrados, que la ingobernabilidad está asociada a la pérdida de confianza de la ciudadanía hacia los políticos y las instituciones democráticas, y a la falta de eficacia de los gobiernos para responder a los crecientes reclamos de la sociedad. Entonces, si no nos libramos de las argucias y de los vicios del clientelismo político, convertiremos en realidad los presagios de días tumultuosos para la Nación.