El jueves 12 de febrero se cumplieron dos siglos justos desde el nacimiento de Charles Darwin, el científico que estaba destinado a cambiar la visión contemporánea del mundo de los seres vivos dando sentido a la proliferación y diversidad de especies que vemos hoy. Las paradojas de un pensador con formación de teólogo, alumno de una universidad de la Iglesia y discípulo de notables autores creacionistas que da a la luz una teoría de la evolución por selección natural en la que el papel de un dios creador no es necesario, han sido puestas de manifiesto una y mil veces –si no se trata de un millón de ocasiones– en el transcurso de las últimas semanas. Seguiremos oyendo hablar de Darwin a lo largo de todo el año con una profusión de seminarios y congresos que diseccionan cada detalle de su obra. Algo comprensible si tenemos en cuenta que Darwin dio paso a lo que terminaría por ser una explicación fehaciente de todo el mundo de la vida.
¿Todo? A partir de la sopa primordial, la disolución de moléculas prebióticas en el agua depositada en algunos rincones del planeta hace cerca de 4 mil millones de años, es posible establecer –aunque sea a grandes trazos– la cadena de acontecimientos que, a partir de la generación de variantes por mutación y recombinación, y gracias al azar de las circunstancias ambientales, conocemos como proceso de la selección natural. Pero el momento inicial de esa sopa primigenia se nos escapa. No ha sido posible aún lograr en el laboratorio moléculas autorreplicantes –lo que conocemos por “seres vivos”– a partir de esos componentes elementales prebióticos comunes en el universo. Es posible que, gracias a las iniciativas de Craig Venter, el más conocido entre los promotores de otra tarea gigantesca, la secuenciación del genoma humano, se logre dar ese paso último en los años próximos. Entre tanto, la duda acerca de cómo aparecieron las primeras moléculas vivas se mantiene.
Nada tiene que ver eso con la cerrazón empecinada del fundamentalismo cristiano y su idea acerca del “diseño inteligente”, figura que, si demostrase algo, sería la de la estupidez del supuesto creador. Aun así, son muchas las personas que o no entienden a Darwin y sus sucesores, o se aferran a la superstición para negar las evidencias evolutivas. Ese Darwin hasta en la sopa con el que nos encontramos ahora no remediará, por desgracia, tales carencias educativas. Tampoco ayuda el que los homenajes transcurran a veces con una voluntad digna de aplauso, pero escaso acierto, haciendo del descubridor de la selección natural una especie de adivino clarividente que era capaz de superar todos sus condicionantes sociales e históricos. Solo fue así en parte. Darwin, uno de los genios más excelsos de la humanidad, también cometió errores y, en particular, dejó en la oscuridad algunas partes importantes de lo que es hoy el paradigma neodarwinista. Flaco favor se le hace ignorándolo.
