Paulino Romero C.
Si examinamos la actual estructura administrativa de la educación, quedan de manifiesto las gravísimas deficiencias de que padece: falta de continuidad, de integración, de coordinación y de correlación entre las múltiples unidades que dirigen los diversos sectores, niveles y aspectos del sistema; duplicación y repetición de esfuerzos como resultantes naturales de la tendencia de cada servicio a la autarquía y a una mala entendida independencia; lamentable indefinición y confusión de las funciones consultiva, técnica y ejecutiva; debilidad y escaso desarrollo de las dos primeras, agravados, si cabe, por el mal aprovechamiento de los limitados recursos técnicos disponibles, debilidad de la última por la interferencia sistemática de las presiones políticas; falta de comunicación efectiva entre los diversos elementos y niveles del sistema; excesivo, casi exclusivo, centralismo que, por un lado, retarda innecesariamente el cumplimiento de las tareas administrativas y rutinarias y, por otro, abruma a los funcionarios superiores, empezando por el ministro, con la atención de problemas de detalle que deberían ser resueltos con mayor prontitud y economía a otros niveles.
Como correlato de la parcelación y de la desintegración de las tareas administrativas y de las fallas de comunicación, se destaca la tendencia al autoritarismo, al personalismo, y hacer cumplir sin tener siempre bien claro el porqué y el para qué, que sólo provoca frustraciones y desalienta el espíritu creador sin el cual la administración se convierte en un castillo kafkiano de trámite y rutina.
Ojalá se produzca consenso sobre la urgente necesidad de estructurar la administración de nuestro sistema educativo, de modo que, bajo la autoridad del ministro (de un buen ministro) y con sus tareas, responsabilidades y relaciones clara y precisamente definidas, se establezca la función consultiva en un Consejo Nacional de Educación, fortalecido en su composición y en sus responsabilidades de señalar las grandes líneas de la política educativa; de proponer prioridades y pronunciarse sobre los fines, metas y normas, así como de evaluar de tiempo en tiempo la medida en que se cumple la política para proponer las modificaciones que ésta pueda requerir; la función técnica o normativa, unificada y considerablemente reforzada en una Oficina Técnica y de Planeamiento de la Educación que elabore en sus detalles la política aprobada por la Nación y resuelva, desde el punto de vista técnico, los problemas que plantean el mejoramiento de la calidad de la enseñanza y la expansión de ésta, y sus consecuencias sobre la asistencia social y económica de los escolares; las normas para las construcciones escolares; el cálculo de los costos y las normas presupuestarias, y la preparación de planes integrales a corto, mediano y largo plazo para el desarrollo de los servicios escolares; y la función ejecutiva, a cargo del ministro de Educación, que aplique la política de acuerdo con las normas técnicas y que asegure el funcionamiento del sistema mediante la administración de personal (recursos humanos), y de los recursos físicos y financieros que el Gobierno disponga para cumplir los fines y metas de la educación.
Las grandes líneas de esta nueva estructura cuyo detalle ha de ser objetivo de cuidadoso estudio por una comisión de especialistas de alto nivel, a fin de preparar un anteproyecto de Ley Orgánica de la Educación Nacional han de repetirse en los niveles regional y local. La descentralización es una necesidad inaplazable que ya nadie discute; sin embargo, convendría, en un país como el nuestro, de tradición tan fuertemente centralista, extenderla gradualmente basada en ensayos cuidadosos que, junto con las demás modalidades del Planeamiento Integral de la Educación, son susceptibles de poner en marcha en algunas localidades y zonas del país.
¡Panamá necesita una reforma integral de su sistema educativo nacional!
El autor es pedagogo y escritor