Como si necesitáramos una prueba más de que en Panamá no hay un estado de derecho, tenemos el triste espectáculo de la condena penal de Ana Matilde Gómez. No hay una sola persona pensante en Panamá que no comprenda bien que se trata de una burda jugada política, como señalaron los editoriales del jueves en los dos periódicos principales del país. El Panamá América lo caracterizó como “un fallo escandaloso... en un país de absurdos”, mientras que La Prensa lo calificó de “repugnante” y “farsa”, declarándose nuevamente “en luto por la justicia”.
Sin embargo, ese mismo jueves en la mañana, Julio Miller defendió el fallo en su programa de televisión, haciendo dos argumentos que no deben quedar sin refutar. El primero, como Miller lo expuso, es que “a confesión de partes, relevo de pruebas”. Según Miller, como Gómez ha admitido que ordenó el pinchazo de teléfono al centro del caso, “no hay discusión” posible sobre la ilegalidad de ese acto y su consecuente culpabilidad penal. Esto alegremente descarta lo que todo Panamá sabe perfectamente -que la disputa no es sobre el pinchazo en sí sino sobre cómo debe interpretarse la disposición constitucional pertinente. Y sobre ese punto, un fallo emitido dos años después del pinchazo no se aplicaría retroactivamente en ningún país que respeta los principios básicos del derecho penal. Por ello, una comisión del Colegio de Abogados sentenció que era “absurdo” enjuiciar a Gómez y un Hoy por hoy la proclamó “inocente”.
El segundo argumento de Miller el jueves fue que el caso Gómez hubiera tenido el mismo desenlace en Estados Unidos. No estoy en posición de adivinar en cuáles razonamientos Miller se basó para afirmar eso, pero sí estoy en posición de asegurar que la afirmación es incorrecta porque he ejercido derecho penal en Estados Unidos. En el derecho penal estadounidense, los casos de pinchazos ilegales se resuelven con “la regla exclusionaria”, no con el encarcelamiento del funcionario que equivocadamente autorizó el pinchazo telefónico. Si el funcionario actuó maliciosamente podría estar expuesto a destitución y a una demanda civil, pero no a juicio penal y encarcelamiento.
En cuanto a la información obtenida ilegalmente, esta será “excluida” del juicio penal contra el acusado, o sea, no es admisible. Si mucho se critica en Estados Unidos que el resultado es “que el culpable salga libre solo porque el policía se equivocó” [the criminal goes free because the sheriff blundered], eso mismo confirma que en casos como este, una equivocación sin dolo por parte de policía o fiscal no da lugar a condenarlos penalmente. Por otro lado, un funcionario que pincha teléfonos por razones exclusivamente personales o políticas sí podría verse expuesto a la cárcel; solo en Panamá es que las cosas son absurdamente al revés.
Agregaré que en los 230 años de la democracia estadounidense, el único procurador general estadounidense que ha ido a la cárcel es John Mitchell, del gobierno de Richard Nixon. Pero Mitchell no fue condenado por algo que hizo como procurador, sino por su involucramiento en el escándalo Watergate, después de que hubiera renunciado como procurador para convertirse en el jefe de la campaña de reelección de Nixon. Fue bajo su dirección de esa campaña que no solamente se tomó la decisión de irrumpir ilegalmente en las oficinas del Partido Demócrata, sino que también se montó un esfuerzo enorme por encubrir el crimen y obstruir la investigación policial. Eventualmente, como sabemos, toda la verdad salió a luz pública, costándole la Presidencia a Nixon. Mitchell, por su parte, fue condenado de conspiración, perjurio y de obstruir justicia; estuvo encarcelado por 19 meses.
En Panamá, por contraste, hemos tenido dos procuradores generales condenados de delito en solo 20 años de post dictadura, lo cual confirma que la administración de justicia está plagada de corrupción o de manipulación política, o ambas cosas.
Es hondamente vergonzoso.