El mal que deseas a tu semejante, no necesariamente se constituye en bien para ti, ni para el resto de la sociedad. “Todo en la vida se paga y el mal que desearas regresa después”, expresa una parte de la canción El Pañuelito de mi amigo Osvaldo Ayala, músico y compositor, quien se ha convertido en nuestro embajador musical por excelencia.
La música es una expresión de la vida en la que se dibujan la realidad de los pueblos y sus vivencias.
El distrito de Barú, en la provincia de Chiriquí, otrora región de gran pujanza económica nacional, garante de grandes divisas al fisco, se ha convertido en sucursal de pueblos fantasmas del viejo oeste norteamericano, ante la mirada indiferente e irreflexiva de cuanto gobernante esté de turno.
La “supuesta” guerra del banano, nos ha llevado a la mísera circunstancia de descuidar nuestro frente interno de producción agrícola y la obligación de garantizar la seguridad alimentaria, en cuanto a este rubro se trate.
Los bananales y poblaciones (conocidas como fincas), se pudren ante la arremetida de la sigatoka negra, que no distingue las ideologías, ni disputas gremiales o sindicales; como también frente a la indiferencia y los inhumanos propósitos de castigar un sistema de lucha y de defensa de los trabajadores organizados.
No les perdonan la osadía de haber dado, aun con la sangre de muchos, una gran pelea. Los tratan de hacer tragar el polvo de sus conquistas, como una forma de dominación de los poderosos locales o foráneos, quienes esperan con ello aniquilar de raíz las legendarias luchas de Efigenio Araúz, Carlos Iván Zúñiga, Rodolfo Aguilar Delgado y otros valientes abogados y sindicalistas.
Miles de sus ciudadanos han emigrado hacia otros puntos de la geografía en búsqueda de soluciones de empleo, educación, vivienda y otros, ya que pareciera que todo se seca latentemente, como lo hacen las hojas de banano, los ríos y arroyuelos; como también sucede con las viejas vigas y columnas del muelle. Hasta las hojas de zinc de los viejos caserones se inclinan ante el penetrante sol de verano, ya que no han sido preparadas con un adecuado mantenimiento. Los pocos ciudadanos que tienen una fuente de ingreso y quienes tienen el privilegio de un empleo, no les alcanza para prepararse y enfrentar las contingencias de la naturaleza. El hambre y la necesidad campean y no nos referimos a África.
Familias enteras son sostenidas a base de la solidaridad de los amigos locales y las remesas que envían conocidos que tienen la posibilidad de hacerlo, como una forma de mitigar la apetencia del día a día de muchos lugareños, quienes sienten que el Macondo de García Márquez, es solo una pincelada de su lienzo tradicional.
Los camiones que en el pasado salían cargados de guineo o plátano, frutos característicos del lugar, cada día se les hace difícil completar la carga. Lo que en ocasiones los obliga a llevar productos que no han cumplido el tiempo necesario de maduración y en otros momentos, son plátanos raquíticos los que cargan, ya que no han recibido los tratamientos con el abono necesario.
Pero cuando llegas a la tienda del chinito de la esquina, te ves obligado a tener que pagarlo a 40, 50 y hasta 60 centavos por unidad. Hablar de las camionetas que salían cargadas de guineo verde, recogidas en sitios de desechos de las empacadoras para vender en los pueblos, como una forma de ganarse la vida de unos cuantos, es solo leyenda. Pareciera que la magia de los estrategas y gurús económicos del país, que siempre sacan el conejo del sombrero, no tienen ojos para esa pequeña península del occidente que compartimos obligadamente con nuestros vecinos los ticos.
O será que ex profesamente algunos interesados están preparando la caída del imperio del banano, descompensando la culpa en Morris Quintero y los grupos sindicales, para luego de aniquilada la producción de los labriegos del área, acercarse con ofertas de compra por migajas las tierras concesionadas del Estado, al igual que hicieron con los ingenios azucareros, Air Panamá, Cofina, y cuanta inversión tenía el país.
Amanecerá y veremos, hasta cuánto pueden resistir los rugidos en los estómagos de los niños de Puerto Armuelles, si es que una revolución social del hambre y la necesidad no sorprende a cualquier gobierno distraído en promesas y desatinos.