Recuerdo cuando era chiquita, que traían la mantequilla, recién batida, de la leche ordeñada esa mañana, y mi mamá tomaba un poquito con un cucharón, ya que la mantequilla aún no había llegado al refrigerador, mezclaba canela con azúcar que espolvoreaba encima de la mantequilla, que untaba en el pan recién horneado. ¡Ay, Saltamontes, qué crédulo eres! Sí hubo pan con canela, pero no mantequilla recién batida.
Porque en primer lugar, en el entonces, a duras penas se encontraba mantequilla, mucho menos fresca; hasta la crema de batir fresca vino a incorporarse al léxico gastronómico doméstico mucho después. Eramos una nación de mantequilla reconstituida y leche Carnation, que dizque batía mejor que la local. Y en mi casa, Saltamontes, se comía margarina por aquello de que "era mejor para la salud". No obstante, mi abuelita Mamamiya, menudita, vivió hasta los 99 años de edad, y jamás dejó de usar sus potingues de grasa de pato para saborizar un plato ni de aprovechar la manteca del cerdo para enriquecer un guiso ni de rociar mantequilla derretida sobre un dumpling relleno de cerezas. En su tradición culinaria noreuropea jamás figuraron las mantequillas compuestas; éstas son marrumancias aprendidas a posteriori , en aquellos viajes donde la misericordiosa cuenta de gastos corporativa pagaba las indulgencias permitidas para compensar la lejanía del hogar (esta parte sí es cierta). Oh, París, cómo sufrí por tu culpa. Sí, París. Lloré a mi Matasnillo, pero sabe Dios que consoló mi dolor expatriado una buena baguette con una exquisita mantequilla compuesta, mientras observaba la vida pasar por el Sena.
