Preocupa la cantidad de panameños grotescamente obesos que vemos en los ascensores de oficinas públicas, retratados en los diarios, entrevistados en la televisión, y hasta actuando como reporteros.
Mi difunto esposo era médico cirujano, y solía decirme que la acumulación de grasa representaba un peligro adicional en una intervención. Además, por estética personal, detestaba la adiposidad y luchaba con su propia propensión. Cuando veía retratados en los periódicos a tantos funcionarios inmensamente gordos, acotaba medio en chiste y medio en serio que en nuestro país ese rasgo parecía ser requisito forzoso para ejercer un puesto relevante.
Más recientemente, acudí al Ministerio de la Vivienda (MIVI), en el edificio de la Lotería, para hacer unos trámites. Más del 50% de las personas que subieron a los ascensores están dramáticamente obesas. Las campanas de alarma sonaban mucho antes de acomodar la cantidad señalada como carga máxima en los elevadores. Por cierto que hace algunos años trabajé como directora de Información y Relaciones Públicas en la Lotería, y no recuerdo que existiera el fenómeno que hoy reseño, o quizá las mismas personas que entonces tenían cinco libras de más, hoy tienen 40.
En los países desarrollados, las empresas dedican muchos recursos a mantener saludables a sus empleados por razones obvias. Entre ellas, que el sobrepeso aumenta el riesgo de diversas enfermedades y disminuye la eficiencia del sistema inmunológico. Un funcionariado en buenas condiciones físicas acusará menos ausentismo, tendrá mayor rendimiento, ofrecerá una mejor imagen a los clientes, y como resultado el empleador podrá obtener o conservar mejores primas en las pólizas colectivas para sus empleados.
Cabalgando en el entusiasmo renovador que nos trae el nuevo gobierno, quiero instar a las autoridades de salud a dar el ejemplo a toda la comunidad con la creación de programas, concursos y otros estímulos para que los funcionarios alcancen y conserven el peso adecuado, sobre todo porque se hace evidente que este mal aumenta progresivamente ante lo que pareciera ser una peligrosa indiferencia de quienes lo sufren.
Conozco de una empresa de Atlanta, e igual hacen muchísimas oficinas en los países desarrollados, que tiene un gimnasio en su edificio para uso del personal a la hora del almuerzo o al terminar la jornada, además de ofrecer ensaladas saludables en su cafetería.
En nuestro país, pobre y con muchas necesidades, bastaría una dosis moderada de iniciativa y entusiasmo para crear medidas conducentes a tener un peso sano: por ejemplo, un alto de 15 minutos en la mañana y otro en la tarde para hacer calistenia en grupo, estimular el uso de las escaleras, repartir listas didácticas de menús saludables, crear concursos trimestrales para premiar a los que, habiéndose inscrito, alcancen un mejor peso.
Motivada por mi afición a la horticultura, hace algunos años ayudé a propiciar sendos concursos en varias oficinas. ¡Cómo cuidaban los oficinistas aquella plantita que mantenían sobre su escritorio, en el quicio de la ventana o en una esquina del despacho! Hasta les ponían lacitos rojos para que no se las ojearan.
Si podemos dedicar tanto celo a la salud de una planta, estoy segura de que responderíamos todavía mejor a los estímulos que se nos ofrezcan para cuidar nuestro irreemplazable vehículo humano. ¡Avanti!