Desde mi modesta curul en casa, recurro al derecho que otorga nacer en esta tierra para opinar y plasmar mi visión sobre los efectos perjudiciales y aberrantes que causan las fracturas y vicios crónicos de arrastre de la Constitución, tolerados por el oportunismo político de los gobernantes que pasaron; todos con limitado perfil de estadistas y sin inspiración ni inquietudes visionarias para un mejor país.
Candidatos que venden montañas de promesas y esperanzas durante las campañas, pero que al ganar el control político se convierten, por omisión e indiferencia, en cómplices y encubridores de las graves imperfecciones de nuestro contrato social.
El ex presidente Martín Torrijos estuvo a un paso de afianzar, mediante ley, el equilibrio de los poderes a través del ejercicio de pesos y contrapesos en el sistema democrático, al reconocer la obediencia constitucional de hacer valer el Art. 305 de nuestra carta magna, que ilustra del compromiso ante el pueblo de honrar y permitir la carrera policial, luego de abolida la carrera militar. Con ello se reforzaba la reglamentación del escalafón profesional en todas las ramas de la Fuerza Pública y mandos, separados de sus respectivos “directores uniformados”, designados y nombrados por el jefe del Ejecutivo cada quinquenio.
De repente, a pesar de que el presidente Torrijos actuaba dentro del marco constitucional y de que su inquietud nos equipararía con las democracias más avanzadas de América, entró en un vértigo político y deshizo su propio avance con maniobras políticas pusilánimes. El resultado fue el retroceso de nuestra democracia, perdimos la coyuntura de resucitar el rol patriótico de la Fuerza Pública como una institución que garantiza el equilibrio nacional, al servicio del Estado y el pueblo, y no como sigue hoy al servicio de las conveniencias políticas y los caprichos de grupos que alcanzan la presidencia.
Después del divagar estéril del presidente Torrijos, ya en las postrimerías de su mandato, el vicio de arrastre se afianzó; en consecuencia, los que lleguen al poder- incluyendo a políticos impolutos como Henríquez, Jované, Gamboa, Zúñiga, Beluche, Genaro o el propio presidente Martinelli- expresan: “que el Presidente que viene después corrija este vicio del excesivo control del poder, ¿por qué he de ser yo el pendejo”. Vale decir, entonces, que cualquier Presidente con todo el poder de la Nación bajo su control, como hoy, se convierte en un mandamás o en un gobernante absoluto y no le preocupará un comino rendir cuentas a los otros órganos del Estado ni estos osarían confrontarlo.
Doy un ejemplo, en cualquier democracia avanzada, después de sucesos graves como los acontecidos en Changuinola y Cerro Colorado, el mandatario hubiese sido citado al Legislativo a rendir cuentas. Sucede que en Panamá, a fuerza de la costumbre y la tolerancia generalizada, se llega al poder con las herramientas democráticas, pero luego se gobierna mediante el “absolutismo con disfraz constitucional”. Y cuando un funcionario por sí solo administra el poder de una Nación, se equivoca frecuentemente e incurre en errores costosos, que paga el pueblo soberano con sus impuestos.
El estilo de gobernar del presidente Martinelli hace un enorme contraste con el del otrora jefe de gobierno, general Omar Torrijos. Él, aun siendo un militar académico y jefe de Gobierno, tenía como su mayor virtud escuchar y consultar con el pueblo. Organizó un equipo de oficiales para analizar los artículos de opinión que publicaban los medios escritos. De esta práctica logró una fuente inagotablemente rica en ideas y sugerencias que lo preinmunizaban contra yerros costosos, como el de Changuinola o Cerro Colorado. Incluso, para profundizar esos temas invitaba a los articulistas que más le impresionaban.
Además, ubicó buzones en sitios públicos (“El Rectificador”), en los que la ciudadanía hacía sugerencias y quejas. Aunque reconocemos en el presidente Martinelli a un ciudadano de buenas ejecutorias e intenciones, acontece que tras el éxito de 100 para los 70, la beca universal, la Red de Oportunidades, el transporte colectivo y el Metro, el mandatario ha perdido la zona de los strike y todo lo que tira a home se convierte en líos. Se trata del lanzador estrella del Gobierno en un partido que apenas empieza. Otra vez tuvo las bases llenas, en esta ocasión de indígenas (en el episodio anterior de bocatoreños).
Nuestro mandatario rectificó a tiempo y escapó de su tumba política, porque se presentó en San Félix con un mensaje conciliador y de paz, no solo para los ngäbe buglés sino para todos los panameños, ya incómodos e irritados por el sistema de gobernar mediante la confrontación y la polémica, como lo reiteran los resultados de encuestas recientes. Por supuesto, un Presidente que tropieza dos veces con la misma piedra en solo siete meses desde Changuinola, inevitablemente verá caer su índice de popularidad, y si no rectifica el rumbo, se expone a sacrificar la posibilidad de seguir gobernando más allá de 2014. No solo él, sino la alianza de partidos políticos que le acompañan.
Al observar rostros inteligentes en el entorno inmediato del Presidente, cuesta comprender que el Gobierno repita las mismas imprudencias y costosos errores de la explosión social en Changuinola y quede atrapado, otra vez, en similar callejón sin salida con el Código Minero. Aunque la situación se superó, quedan dudas: ¿Cuál fue el costo social y material? ¿Cómo queda la imagen internacional empañada por estos dos yerros? ¿Quién lo paga? ¿Será por esto que el TLC con EU una vez más se nos aleja?
El Sr. Presidente debe estar consciente de que en los primeros debates de la Asamblea se destila el caldo de cultivo disociador y separatista de la sociedad panameña, porque son ficticios; la ciudadanía acude invitada para opinar, pero es utilizada, irrespetada y burlada, porque le habla a cinco humanoides, de vestidos caros y corbatas vistosas, que reciben instrucciones por Blackberry, que oyen pero no escuchan.
Algo no funciona bien, Sr. Presidente. Y cada vez más el pueblo da muestras decididas de pelear por sus derechos y conquistas históricas. Los pobres y humildes no se dejan manipular por grupos políticos ni estos tienen semejante poder de convocatoria militante.
Desde 1914, a raíz de la esclavitud cruel y despiadada contra los indígenas en la región cauchera de la Amazonia peruana, la Iglesia católica catequiza a los marginados para elevar su autoestima y para que luchen por su derecho a la vida. En 1968 surgió el “torrijismo” verdadero –no me refiero al demagógico electorero de hoy–, el que refuerza en nuestros aborígenes, campesinos y marginados las enseñanzas centenarias de la Iglesia católica de no dejarse despojar de sus conquistas históricas, leyes, códigos, tierras, recursos naturales y del derecho a una vida decorosa y digna.