Ricaurte Arrocha-AdamesComo muchos ciudadanos panameños, contemplo con detenimiento, serenidad y creciente expectativa el incierto devenir de nuestra nación, visión igualmente expresada por el muy significativo 70% de los votantes de nuestro país que de manera muy categórica aceptó el llamado político “por una patria nueva” y entregó al candidato Martín Torrijos, de manera enfática, la Presidencia de la República.
El reciente y grave incidente diplomático con Cuba, proyecta impactantemente la necesidad de una jurisprudencia que enfatice, sin ambages, la separación de los tres poderes que la Constitución consagra y que defina nítidamente el alcance en el accionar de cada uno de ellos.
Sobrentendiendo el poder que las relaciones internacionales ejercen sobre cada Estado soberano, resulta comprensible el serio melodrama que Panamá expone al mundo. Debe interpretarse no solo como una jugada maestra en el ajedrez político continental, jugada que coarta, al provocar la ruptura de relaciones diplomáticas entre ambas naciones, la posible e incómoda presencia de Fidel Castro en Panamá, gobierno rivaliza con determinación y fuerza el presidente Bush, sino que brinda además satisfacciones al decisivo sector electoral que representa la comunidad cubana en el exilio radicada en la Florida, a solo unas pocas semanas de la contienda presidencial en el país del norte.
Este expresivo episodio, con la caída del telón del indulto, aunque a muchos les parezca increíble tiene implícita adicionalmente una sobresaliente connotación. Le quita a nuestro nuevo Presidente la embarazosa y contradictoria situación que representa la presencia física, en el acto de su envestidura, de una figura que, a todas luces, retrata la mayor expresión antidemocrática de nuestro continente. Tal figura, en la ceremonia cúspide de su acceso al solio presidencial, enviaría al mundo un mensaje muy equivocado del querer mayoritario del pueblo panameño, certificado en las urnas, de la aceptación del modelo cubano, modelo de gobierno que no solo conculca libertades individuales, de las cuales nosotros nos ufanamos e incluso abusamos, sino que, peor aún, directa e indirectamente ha sido el causal de la muerte de miles de sus conciudadanos, llegando al extremo de negarle a su pueblo el mínimo derecho de disentir, castigándolos incluso con las penas más severas, extremas, que ni siquiera con la mano dura de doña Mireya se han atrevido nuestros legisladores a seguir en situaciones más graves: el crimen.
Sin lugar a ninguna duda, este reciente affair del indulto tiene estas claras implicaciones internacionales y así debe interpretarlo nuestro nuevo Presidente y su equipo asesor. Igualmente debe señalarles, en el campo interno, que se les ha entregado la dorada oportunidad de profundas revisiones. Hasta la figura noble del indulto, herencia monárquica transmitida judicialmente, se prostituye cuando decisión tan importante se deja en las manos del querer y la voluntad exclusivas del máximo exponente de turno del Ejecutivo, pasando por alto las normas legales que deberían ser de forzoso cumplimiento para poder reflejar, como debe ser, equidad y justicia.
Se pierde fuerza moral y legal para criticar cuando los anteriores gobiernos de turno, en democracia, del mismo color partidario o no, igualmente concedieron indultos, tanto a criminales convictos como a algunos aún en fase de definición judicial. Aprendamos y corrijamos.
Nadie puede tener la menor duda de que los panameños sí anhelamos y exigimos, categóricamente, cambios sustanciales en la conducta política ejecutiva, judicial y legislativa en nuestro país.
El tamborito del indulto debe recordarnos, una vez más, que se han pasado por alto normas y principios y, consecuentemente, como el boomerang, que cumple sin poder escapar las leyes de la física, tarde o temprano retorna a quien lo lanza, aunque le cause disgusto e incluso lo hiera.
El autor es médico cardiólogo