La Real Academia Española de la Lengua define corrupción, en su acepción jurídica, como la práctica de utilizar las funciones y los medios de las organizaciones, particularmente las públicas, para provecho económico o de otra índole, de sus propios gestores.
Esta palabra ha sido abusada por los acusadores de oficio y minimizada por los acusados de fechoría. Concuerdo en que uno debe ser responsable cuando intente tildar a un funcionario de corrupto, aportando nombres y evidencias. No obstante, por más pruebas que se tengan, resulta poco probable que se castigue al malhechor, especialmente si este dispone de elevado rango político o económico y de la protección de abogados mafiosos, personajes que proliferan como termitas en nuestro país. Los abogados son profesionales extraordinariamente capacitados para salvar culpables o meter inocentes a la cárcel, de acuerdo al monto ofrecido. Este mundo anda al revés. Muchos más estudiantes se matriculan en la carrera de derecho que en las de ciencias. Hay más abogados que leyes, pero menos médicos que enfermedades.
El vocablo corrupción ha sido tan malgastado que, a mi juicio, ha perdido su valor real. Los partidos políticos se denuncian mutuamente, dependiendo de cuál esté en el poder en ese momento, pero ninguno reconoce sus escándalos anteriores. Frenadeso tacha de corruptos a todos los que detentan cargos públicos, manchando reputaciones en regadera, pero oculta las irregularidades financieras cometidas por sus líderes sindicales. El Presidente reclama el suministro de identidades y revelaciones pero, cuando candidato, popularizó el eslogan “entran limpios y salen millonarios” y, al día de hoy, no sabemos todavía los apellidos de esos que robaron las arcas estatales.
Los medios de comunicación ventilan, alegremente, numerosos casos de desfalco y apropiación ilícita del tesoro público, pero algunos de sus directores y periodistas se prestan para manipular noticias a conveniencia. Pese a la ausencia de testimonios y condenas, una buena parte de los que entran en la nave gubernamental termina siendo dueño de mansiones en la capital, terrenos en playas exclusivas, yates o coches deportivos, apartamentos de alquiler, acciones en sociedades o fundaciones y cuentas suculentas en bancos nacionales e internacionales. Todo este patrimonio es alcanzado con salarios que, teóricamente, no pasan de entre $7 mil y $10 mil mensuales. Magia pura.
Como nadie se da por aludido cuando se habla de potencial corrupción, ayudaré a los señalados a comprender el término con ejemplos comunes.
Corrupción es pagar o recibir coimas por favores; comprar vestidos y joyas con partidas discrecionales; construir carreteras por donde se han conseguido tierras previamente; levantar negocios basándose en información privilegiada, conocida antes que nadie, gracias al puesto; edificar obras para obtener comisiones; inflar precios de concursos para después quedarse con el sobrante; emplear materiales de segunda para repartirse el botín residual; adjudicar licitaciones directas a empresas de familiares; dar concesiones fáciles a compañías para después recibir parte de las ganancias; facilitar permisos a sociedades anónimas a cambio de tener su nombre en la nómina de accionistas secretos; usufructuar de exoneraciones (coches lujosos, celulares, combustibles, viáticos) asignadas al puesto; y un largo etcétera.
Es evidente, entonces, que por las calles istmeñas pululan numerosos ladrones que han robado o cometido inmoralidades con “apego a la ley”. Los afanes reeleccionistas son otra potencial manera de esconder mugre debajo de la alfombra y quedar impune. Tristemente, la suciedad política ha penetrado el mundo universitario. Pese a más de 15 años de mandato, el rector perenne seguirá en supremacía aunque no participe en debates de planes futuros y haga un proselitismo indigno de un personaje académico. La mediocridad del subdesarrollo.
Los cables de Wikileaks, sin duda más cargados de verdades que mentiras, han confirmado que todas las sospechas de sobornos que recaían en magistrados y jueces eran correctas. Salvo casos puntuales –Arjona, Troitiño y algún otro–, nadie se escapa de haber colaborado en componendas jurídicas a cambio de mordidas jugosas.
Todo esto me trae a la mente, una carta que recibí y que se difundió por la red, supuestamente redactada por una carismática ex primera dama, que expresaba su inconformidad porque yo había equiparado las acciones de Ayú Prado con las de Baltazar Garzón y señalando que su esposo era inocente de los cargos imputados. Después de la información diplomática filtrada sobre la grave situación que experimenta la justicia panameña, resulta imposible saber quién es infractor o cándido en esta nación. Quizás, la sentencia más plausible de pronunciar sería “todo político es culpable hasta que se demuestre lo contrario”.