ENFERMOS DE PODER

Reelección: tributo a la desfachatez

El día de cambio de gobierno, experimenté sensaciones mixtas. La perorata oligofrénica y aduladora de varios diputados tuvo efecto vomitivo. ¿Qué les costaba dar su voto sin tanto dislate verbal? La crónica impuntualidad de estos “honorables” personajes provocó que los invitados internacionales esperaran horas para presenciar el acto de transmisión de mando. Después, otra invocación religiosa en un acto oficial. Los estados civilizados son aconfesionales y laicos. La espiritualidad pertenece a la esfera privada de cada individuo. En fin, el colmo no es exhibir tercermundismo sino enorgullecerse de éste.

Menos mal que los discursos de Varela y Martinelli irradiaron cierto optimismo. Desnudar la indecencia de una desprestigiada asamblea y prometer depurarla fue un acto valiente y esperanzador. La espontaneidad e informalidad del nuevo presidente reflejan, a mi juicio, transparencia y deseo de cambiar la forma de gobernar para beneficio de todos. En sus primeras dos semanas, las señales emitidas invitan a la ilusión. Salvo puntuales designaciones, el gabinete está conformado por personas honradas, capaces y sin ataduras partidistas. Nosotros, como sociedad pensante, tenemos ahora que vigilar sus actuaciones y monitorizar el cumplimiento de promesas electorales.

Entro en el tema de hoy. Cuando uno, como latinoamericano, observa la estabilidad, funcionalidad y eficacia de las democracias de Estados Unidos, Canadá o Europa occidental, entran ganas de llorar. ¿Por qué las personas decentes, trabajadoras y honradas debemos soportar la desfachatez que caracteriza a los mandatarios de nuestros pueblos? ¿Por qué callamos y no presionamos para evitar que gobernantes impresentables jueguen con nuestros sueños y destinos? ¿Por qué permitimos que charlatanes ideológicos decidan lo que más nos conviene como nación? ¿Por qué dejamos que individuos con agendas particulares trunquen nuestra libertad como seres humanos? ¿Por qué toleramos que megalómanos se perpetúen en puestos jerárquicos? Cansa escuchar que la culpa de todos los males reside en la política estadounidense o en el modelo económico capitalista. Esa es una arenga desgastada que traduce inferioridad y mediocridad. El origen de nuestra pobreza descansa en la corrupción generalizada, en la holgazanería laboral y en la pobre educación de la región. Con un gobierno honesto, una ciudadanía productiva y una educación pública moderna, la miseria desaparece por arte de magia.

Todo demócrata, independientemente de su ideología, debe condenar el golpe militar que sacó a Zelaya del poder en Honduras. Si este seguidor del orate bolivariano violó la constitución para intentar reelegirse, lo más sensato es que regrese a su país para enfrentar la justicia. Con una Corte Suprema independiente, resultaría fácil revocar su autoridad y ponerlo tras las rejas. En lo personal, me molestó que este practicante de dictador le haya quitado protagonismo al momento en que Panamá estrenaba presidente. Me pareció detestable, también, que neocomunistas criollos, desfasados de siglo, le hayan seguido su juego en una fecha dedicada a nuestra patria.

Cualquier individuo que aspire a mantenerse en el poder, político, gremial, sindical o institucional, por tiempo prolongado o indefinido, padece una grave patología mental pero toda persona que lo consiente sufre una profunda imbecilidad. El deseo de reelección obedece a dos razones fundamentales, no necesariamente excluyentes. Primero, la presencia de un extraordinario ego que propicia la soberbia de pensar que ningún otro individuo puede superarlo como líder conductor de los habitantes de su país. Segundo, la necesidad de poseer máximo control para hacer prosperar sus negocios de manera ininterrumpida o para que sus actos de corrupción gocen de absoluta impunidad.

La política debería ser el arte de desactivar odios y envidias ajenas. El apego al poder los exacerba y los conduce a tomar rumbos impredecibles. La sabiduría de Montesquieu estableció la saludable división de los poderes y nos enseñó lo conveniente que era fijar límites de tiempo al poderoso, para el ejercicio de su magistratura. El trasfondo es ético: el poder corrompe. Muy pocos líderes pasan la prueba sin envanecerse o sin practicar extralimitaciones o abusos. No se trata únicamente del riesgo de que los amigos y partidarios se llenen las alforjas; el problema principal surge del trastorno psicológico que se deriva de saberse dueños de la voluntad popular y del destino colectivo.

La tentación de sentirse imprescindible es el primer síntoma de la locura del poder, una enfermedad terriblemente contagiosa. Solo quienes exhiben algo de desdén por sus fuegos de artificio y plena conciencia de sus abismos, salen bien librados de la aventura. Todos aquellos que se aferran al poder y no advierten sus traidoras asechanzas, terminan ahogados en el desprestigio o enlodados en el fango de un falso resplandor. Chávez y su séquito de imitadores (Correa, Morales, Ortega) están provocando una peligrosa polarización de la región, difundiendo socialismos obsoletos e interfiriendo en soberanías ajenas. Nuestras democracias necesitan implementar mecanismos para desactivar gobiernos duraderos y perniciosos. Un periodo de cinco años puede ser corto cuando tenemos un buen presidente, pero es una eternidad cuando nos gobierna un tirano.

La tiranía no se alcanza por las destrezas de los malvados sino por las torpezas de los subordinados. Reaccionemos.


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