Una de las características que se le atribuye al mundo moderno es la pérdida de valores, pero en pocas ocasiones se define este concepto, posiblemente porque su significado se considera obvio. Es por ello que adoptaré el mensaje de aquella famosa cuña comercial, donde se adjudica un valor muy especial a las cosas que no se pueden compra con una tarjeta de crédito, “las que no tienen precio”. No obstante, espero demostrar en este escrito que la pérdida de valores está íntimamente ligada a la forma en que valoramos, con un precio, los insumos o actividades que nos conducirían a la adquisición de dichos valores.
Analicemos qué es lo que más nos interesa en la vida. Creo que no es difícil reconocer que, en una sociedad capitalista, para lograr lo que anhelamos hay que trabajar para obtener el dinero necesario. Por ello, para ser rico y famoso hay que producir lo que más nos interesa. Lógico ¿verdad? Pero ¿quiénes son los ricos y famosos? Entre ellos están los actores de cine, cantantes, deportistas, diseñadores, etc., donde el denominador común es que producen artículos que satisfacen nuestros placeres y que para lo cual no es indispensable un título universitario. Ni hablar de aquellos que logran hacer fortuna en actividades ilegales, que por cierto mantienen el mismo denominador común, venden placeres.
Lo curioso es que aceptamos errores de ricos y famosos, tanto en su trabajo como en su vida privada, que no aceptaríamos en un profesional titulado. Por ejemplo, cualquier beisbolista, a pesar de los millones que gana, puede darse el lujo de no hacer bien su trabajo por varias semanas, alegando que está en una mala racha; y lo que es más curioso, un novato podría hacer un mejor trabajo. Me pregunto si se aceptaría que mi laboratorio explote varias veces en un año porque estuve de mala en ese tiempo y si un recién graduado lo haría mejor. Me pregunto si el dueño de un taxi le permitiría a su conductor que choque el taxi todos los días, durante dos semanas, sencillamente porque está de mala racha y si un joven que acaba de recibir la licencia de conducir haría un mejor trabajo en nuestras carreteras.
Queremos que nuestros hijos tengan una buena educación en valores, pero les pagamos una guayaba a los maestros. A propósito, siempre me llamó la atención que mis hijos estuvieran en la misma escuela de aquellos ricos y poderosos; y en ocasiones me preguntaba ¿por qué no buscaban una escuela con mejores condiciones si podían pagarla? De la salud, ni hablar, la consideramos lo más importante, pero ahí están los funcionarios de la salud protestando por los malos salarios y pocos insumos.
He concluido que el interés en valores está muy relacionado a muestra disposición a meternos las manos en el bolsillo. Usualmente hablamos de nuestra preocupación por el respeto a la integridad física de los demás, así como la de sus propiedades, pero no queremos pagarle bien a aquellos que nos cuidan la vida y pertenencias; e incluso, buscamos a cualquiera para que cuide a nuestros hijos, supuestamente porque tenemos que trabajar para darles lo mejor. Todos manifestamos preocupación por la contaminación ambiental, pero nos ponemos a llorar cuando hay que pagar para disponer de la basura.
En una ocasión escuché a un petrolero decir que no entendía por qué nos resistíamos tanto a pagar unos dólares por el galón de gasolina que nos permitiría ir al trabajo, cuando no dudábamos en pagar mucho más por solo una onza de perfume. Muy sencillo, la gasolina no produce placer. Vemos entonces que para demostrar verdadera sinceridad en el aprecio por los valores, tenemos que darle el precio justo a lo que nos llevaría a ellos. En otras palabras, no puede hablar de valores aquel que es tacaño. Afortunadamente, no se requiere de dinero para el logro de ciertos valores, pero el tacaño tampoco se da cuenta.