VUELO 00901

Veintidós años y la herida no cierra: Ramy Attie

Es el 19 de julio de 1994. Para mayores detalles un martes, y como siempre, un día radiante y soleado en toda Panamá. Eso sí, inequívocamente ajetreado en Colón, nuestro principal puerto en el Caribe.

Culmina la tarde y con ello las labores ordinarias. Cierran los negocios de Colón y la Zona Libre y todos, empresarios, gerentes y colaboradores, emprenden el regreso a sus casas con el afán de llegar temprano y recibir el amor de sus seres queridos. Algunos no deben trasladarse a largas distancias, ya que viven en el mismo Colón. Otros se dirigen a localidades cercanas. Los pocos deben emprender el entonces largo camino a la ciudad de Panamá, capital de nuestra república que en aquellos días daba sus primeros pasos democráticos tras los avatares sufridos durante la dictadura y la invasión.

La hora es 4:00 p.m. Presurosos van a sus destinos. Algunos de los que viajan a la ciudad de Panamá, evitando la entonces carretera, prefieren hacer el trayecto utilizando el ferrocarril o los aviones que en tan solo media hora los llevan a los aeropuertos de la principal urbe nacional.

La hora es 5:00 p.m. El embarque en el avión está presto. El vuelo 00901 de Alas Chiricanas recibe en su vientre a 18 pasajeros y a 3 tripulantes, en total a sus 21 ocupantes que representaban la capacidad máxima del turbohélice Bandeirante, modelo EMB 10, destinado ese día a prestar servicio entre las dos principales ciudades del país.

La hora es 5:10 p.m. El vuelo 00901 que carretea por la pista del aeropuerto Enrique A. Jiménez de Colón recibe autorización de despegar y raudo gana velocidad hasta elevarse y dirigir la nariz hacia su destino sur. Todo transcurre normal. Los pasajeros conversan entre sí. Algunos deciden relajarse y darse el lujo de una corta, pero preciada siesta arrullados por los motores que desarrollaban las revoluciones idóneas para que todo transcurriera con normalidad, porque eso era, un día normal.

La hora es 5:15 p.m. El vuelo 00901 transporta a padres, hijos, sobrinos, abuelos, hermanos, tíos, primos, vecinos, amigos. Lleva a alguien a quien conocemos y amamos. Alguien que para nosotros es más que un anónimo. Es una persona cercana, con nombre y apellido, con quien crecimos y juntos planificamos pasar nuestra vejez en compañía de nuestras esposas, hijos y nietos. Alguien a quien veríamos esa noche, quién sabe, solo para abrazarnos o bien desearnos vía telefónica las buenas noches que desde pequeños nos deseábamos.

La hora es 5:20 p.m. El avión transita a buena altura sobre las montañas de Santa Isabel, a tan solo 10 minutos de haber emprendido la salida desde Colón. Lo que es rutina se nos transforma en tragedia. Los controladores aéreos pierden en sus radares el vuelo 00901. Se realizan llamados infructuosos. De inmediato se da la voz de alarma. No hay rastro alguno del avión. Llegados los primeros rescatistas reciben informes de los lugareños de haber oído una explosión en dirección al cielo. La búsqueda empieza y de inmediato hallan los restos aún humeantes del avión siniestrado. No hay sobrevivientes. Todo ha terminado. El silencio es total.

La hora para mí sigue siendo las 5:20 p.m. Sigo pensando en aquel 19 de julio de 1994. Pero estoy en 2016. Han transcurrido 22 años de aquel martes nefasto que, tanto para mí como para los centenares de deudos, aún no ha terminado. Nos quedamos congelados. Dolidos. Con el alma quebrada y el pensamiento petrificado. Una estaca está clavada en nuestros corazones. Perdimos a personas que amamos. A seres humanos ejemplares. Únicos. A compañeros de nuestras vidas cuyas existencias se vieron truncadas por la arremetida del terrorismo islámico que un día antes había sembrado la muerte y el caos en el seno de Buenos Aires, atentando contra el Centro Comunitario Judío AMIA. Un terrorismo islámico que todavía hoy, a pesar de haber transcurrido tantos años y sobre todo tantas advertencias, aún sigue asesinando.

La hora para mí seguirá siendo las 5:20 p.m. Y lo seguirá siendo hasta que la justicia lleve ante los tribunales y encarcele a los culpables del vil atentado terrorista que vistió de luto a nuestra nación. Así y solo así, daré descanso al dolor que cargo. Y ya, cuando me llegue la hora, cuando así lo decida Dios, es que emprenderé mi viaje sin retorno y podré darle a mi hermano, a mi sobrino y a los demás pasajeros de aquel fatídico vuelo los deseos de buenas noches que se quedaron truncados al final de la tarde de aquel 19 de julio de 1994.


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