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George Floyd

Abuso policial

Un ciudadano afroamericano, sospechoso de usar dinero falso, fue detenido y sujetado por el cuello, contra el suelo, hasta su muerte por asfixia. Ese incidente en Minneapolis, Estados Unidos—el 25 de mayo—dejó a todos estupefactos.

¿Cómo es posible que en la autodenominada cuna de la democracia moderna—el autoproclamado líder del mundo libre—suceda algo así? Hechos como este ocurren en dictaduras o en “democracias corruptas”, como Panamá, donde los servicios de seguridad y el sistema judicial están penetrados por la ineptitud, el soborno y la ignorancia.

Pero ¿en Estados Unidos? Si en la principal potencia mundial se cometen semejantes abusos, ¿qué expectativa puede haber en sociedades menos evolucionadas? En el intento por responder a preguntas como estas, la historia es buena orientadora.

A pesar de su discurso fundacional y su admirable arquitectura constitucional, Estados Unidos no alcanzó una verdadera democracia hasta casi dos siglos después de su independencia, luego de la aprobación de las leyes sobre derechos civiles (1964) y políticos (1965). Hasta entonces, la inclusión ciudadana de todos los mayores de edad—característica principal de la democracia—no prevalecía en los estados sureños.

Aunque esas leyes proscribieron la discriminación, la idea de la supremacía racial—y la inclinación a imponerla a través de la violencia—sobrevive en algunos grupos sociales. Por oportunismo electorero, el actual gobierno ha soliviantado esa corriente supremacista.

Para entender el problema cabalmente, hay que considerar también la tendencia a la arbitrariedad en ciertos cuerpos estatales y locales de policía, lo mismo que su creciente militarización, estimulada desde Washington, como torpe respuesta al problema de la criminalidad.

Allá (como acá), algunos organismos policiales han recurrido a la militarización para resolver un problema de seguridad ciudadana. Los resultados son la persistencia de la criminalidad y el incremento de los abusos contra las personas. Así lo demuestra una larga lista de excesos, culminando con el incalificable atropello ocurrido en Minneapolis.

Si los orígenes de Estados Unidos no fueron democráticos, sí fueron republicanos. La república—como lo recuerda Kant—es un Estado de derecho. Esa es la gran virtud del sistema político estadounidense, que la actual administración se ha empeñado en erosionar, en aras del interés personal del gobernante de turno, como sucede en países menos avanzados.

El Estado de derecho, valioso legado de los padres fundadores, es un componente esencial del republicanismo estadounidense. La Carta de Derechos (1791), parte integral de la Constitución, prohíbe, en su octava enmienda, los “castigos crueles e inusuales”.

La cuarta enmienda protege contra “arrestos irrazonables” y las enmiendas quinta y sexta establecen el debido proceso, aplicable a todo aquel al que se atribuya alguna infracción o delito.

Estas normas, desarrolladas en numerosas leyes y una amplia jurisprudencia, son la base de un sistema judicial bastante operante, a diferencia del que existe en Panamá, donde el Ministerio Público y el Órgano Judicial están integrados por sujetos ignorantes y corruptos. En el sistema judicial estadounidense tiene puesta la mira el mundo entero, a fin de lograr que el abuso policial no siga medrando.

Otra gran tradición estadounidense es la participación cívica. Como hemos visto, se mantiene vigente, a pesar de los ataques de algunos gobiernos locales y estatales, así como del gobierno federal.

La ciudadanía está exigiendo cambios importantes: en Minneapolis, ha logrado el compromiso de desmantelar una entidad policial abusiva y reemplazarla por un nuevo sistema de seguridad pública, más cónsono con valores democráticos y liberales, y más capaz de enfrentar los complicados retos de la delincuencia (The New York Times, 7 de junio).

Las lecciones para Panamá son evidentes. La arbitrariedad policial no es una solución para la inseguridad ciudadana (más bien, la agrava). A esa arbitrariedad se llega a través de la militarización y las ideas antidemocráticas.

Para erradicar el abuso de la policía se requiere participación ciudadana, activa y valiente, así como un Estado de derecho. Pero en Panamá, la corrupción y la mala formación de jueces y fiscales menoscaban el Estado de derecho.

También lo debilita un Ejecutivo que viola la Constitución con sus inconstitucionales decretos, los cuales no hacen más que envalentonar a los uniformados para que sigan atropellando a la gente decente, mientras protegen a la mafia gobernante y al crimen organizado.

El autor es politólogo e historiador y dirige de la Maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá.



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