opinion@prensa.com Luego del trauma reiterado que hemos padecido en los últimos lustros, muchos panameños desconfían de la seriedad del discurso político de los actuales aspirantes a Presidente. Y como el ciudadano común está muy poco habituado a decidir el voto sobre la base del análisis bien razonado y cuidadoso de lo que propone cada candidato, los programas electorales de las diferentes coaliciones o partidos se han convertido en algo decorativo, en una mera formalidad simplona, a la que no dedican mucho cuidado, tiempo o esfuerzo, porque lo consideran de escasa utilidad o importancia.
Hay algunos candidatos que ni siquiera tienen un programa en propiedad y se limitan a listar “propuestas” electoreras en temas baladíes y periféricos, porque piensan (y quizás no estén muy lejos de la verdad) que esta elección, a final de cuentas, no la ganarán las ideas o propuestas, sino otros factores. Unos apuestan a que ganarán porque esperan explotar el voto irracional de castigo en un electorado harto y deseoso por pasar factura.
Rebosan oportunismo, egolatría miope y/o apetitos inconfesables. Otros esperan maquillar su imagen y recurrir a lo mismo (mercadotecnia, mentiras, dinero, connivencia corrupta, etc.) presentándose como una propuesta nueva cuando, en realidad, son la mera continuidad del mismo engaño masivo espurio que les llevó al poder hace cinco años. Estos son los actores del feo show que estamos presenciando y que llaman “campaña”.
En el fondo del tinglado queda tirado el país, caquéxico y catatónico. Y su agenda urgente, que reúne un puñado de puntos neurálgicos de los que nadie quiere hablar, pero en donde quizás radique la clave para comenzar a sanear al país. Por ejemplo, es muy curioso que nadie hable de revisar y auditar los abusos cometidos en todos los gobiernos post-dictadura o de investigar, perseguir y condenar de verdad a todos los corruptos, sean del partido que sean.
Otros, por pura conveniencia oportunista, han despotricado contra los decretos especiales de este régimen, pero ¿cuántos se han comprometido formalmente a derogarlos al día siguiente de asumir la Presidencia? Tampoco hemos visto que ninguno hable de comprometerse a revisar toda esa panoplia de contratos-ley leoninos y vendepatria, mediante los cuales se descuartizó y regaló medio país. ¿Cuántos candidatos hablan de denunciarlos y/o litigar internacionalmente o renegociar para corregirlos de una buena vez?
Tampoco hemos escuchado a ninguno admitir el problema de la corrupción dentro de sus propias toldas partidistas, por lo que no es raro entender por qué ninguno se ha querido comprometer a poner en cintura a sus bancadas y a rectificar el papel que juegan sus legisladores. En el mismo sentido tendrían que comprometerse con medidas concretas a perseguir y erradicar la coima y los negociados a todos los niveles (desde la propia Presidencia hasta la corregiduría más oculta, pasando por todas las alcaldías, juzgados, notarías, ministerios y consulados).
Pareciera que todos son alérgicos a fijarse compromisos cuantitativos con el electorado, o sea, a establecerse metas de gestión y a rendirle cuentas públicas a la sociedad al respecto. Y finalmente, hay dos piedras de escándalo a las que todos les huyen como si fueran la peste: reformar las leyes electorales arcaicas, arbitrarias y antidemocráticas que tenemos y, sobre todo, asumir con hombría el compromiso de ponerle punto final a la putrefacción institucional de Panamá y convocar a una asamblea constituyente originaria.
Esta es la agenda incómoda de la que nadie quiere saber. Estos son temas que tienen que ser atendidos y mínimamente resueltos, si es que alguna vez vamos a superar nuestra miseria. Si algún día vamos a curar a este cuerpo social enfermo en que vivimos y del que habló alguna vez Carlos Iván Zúñiga: a este Panamá actual, sumido en una larga y persistente fiebre, henchido de pus y de poderosos parásitos.