Ariel Barría: el río que nos une



En Covelo, Galicia, hay un paraje que me recuerda al arranque de Cien años de soledad, cuando alude a las “aguas diáfanas que se precipitan por un lecho de piedras...”. Las aguas caen por una pequeña cascada, cuyo ruido apenas me deja oír el teléfono móvil. Es de Panamá, para decirme que mi amigo Ariel Barría ha muerto. Los que me acompañan notan que pasa algo.

Creo que nos conocimos en Exedra Books o antes, ya no me queda claro. Mejor así: parece que conozco a Ariel desde siempre. Mi querido amigo Egbert Lewis, uno de los grandes periodistas de este país, me publicó en noviembre de 2008 mi cuento El boxeador catequista. Le pedí que me mandara la página del periódico y me alegró que, a la derecha de mi cuento y la brillante ilustración de Roy Hernández, apareciera Ariel Barría con sus lentes y su sonrisa de genio buena gente, escribiendo su columna “Desde mi biblioteca”. Así quedamos vinculados en papel y tinta para siempre.

El río que nos une a Ariel y a mí es el de la amistad eterna, el de las confesiones y las recomendaciones en la intimidad y el respeto firme, en la fe en días venideros mejores, en la admiración mutua y el cariño y el aplauso mutuo sin concesiones para la mediocridad ni la falta de rigor. El río gallego y sus diáfanas aguas corrían serenos hasta precipitarse por la cascada, haciendo ese sonido que no tiene nombre, pero que consuela.

Por mi biblioteca, sus libros asoman. Los acaricio con una copa de vino delante. Dan ganas de gritar todas las palabras sucias del mundo al universo, pero no tiene sentido: no nos volveremos a ver. Pero voy a leerle de nuevo, con la alegría de la primera vez, con la curiosidad del que sabe que, en cualquier esquina de su prosa, espera el asombro y la belleza.

Hasta siempre, Ariel, amigo.

El autor es escritor


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