“Me gustas, democracia, porque estás como ausente, con tu disfraz parlamentario, con tus listas cerradas”, así inicia el cantautor Javier Krahe (q.e.p.d.) una de sus pocas canciones con tono político titulada ¡Ay, democracia!, donde parafrasea uno de los versos románticos más populares del poeta latinoamericano Pablo Neruda. Es el título de una oda sarcástica que pone en evidencia la necesidad de la democracia y, a la vez, su decadencia y desfiguración. Es la canción de una ciudadanía excluida que contempla desilusionada cómo el poder político responde descaradamente a componendas corruptas y al interés personal, con el ejemplo más actual que ha representado las deformas electorales. ¡Ay, democracia!
La brecha entre quienes manejan el poder político y los descartados hace ver necesario que, en un escenario de desigualdad, los excluidos con desencanto acumulado tengan que alzar su voz de forma violenta o permanecer indiferentes y escépticos a un cambio real en el panorama político. Aun así, la ciudadanía espera y aspira de forma legítima a un cambio que sea incluyente, pero estas aspiraciones parecen ser efervescencias esporádicas y temporales, desorganizadas y no sistemáticas, como un acetaminofén para una enfermedad terminal. El clamor generalizado de descontento (en redes sociales y conversaciones casuales) agita el escenario político momentáneamente, generando un efecto paliativo en la conciencia ciudadana, pero al final, consumido por el sistema, no termina por curar del todo la podredumbre a punto de hacer metástasis en el cuerpo democrático. ¡Ay, democracia!
Pero, ¿dónde tiene su origen esta realidad? La filósofa Liliana Irizar ha identificado dos grandes enemigos de la democracia moderna: el individualismo sistemático y la apatía cívica. El individualismo sistemático lo diagnosticó Alexis de Tocqueville en el siglo pasado, afirmando que “es de origen democrático y amenaza a desarrollarse a medida que las condiciones se igualan”. Cada ciudadano se siente autosuficiente y termina encerrado en sí mismo, eludiendo las responsabilidades cívicas. De allí surge el segundo problema, la apatía cívica: mientras los ciudadanos no vean sus intereses personales afectados no se involucran, más si predomina la corrupción. Esta apatía merma incluso la inquietud social propia de los jóvenes, a raíz del desencanto hacia el sistema y la impotencia de no poder cambiarlo. Como menciona la filósofa Irizar: “El encerramiento y la indiferencia social se encuentran tan ampliamente difundidos, que casi constituyen la regla tácita de convivencia en las sociedades democráticas”. ¡Ay, democracia!
Estos dos enemigos de la democracia terminan fragmentando la sociedad y alejando a la ciudadanía (cansada e indiferente) de la política, incluso de la más elemental forma de participación: el voto. Se deja campo abierto a los gobernantes de turno, que con impunidad y descaro corroen el sistema político. Ya no asombra la corrupción. Cuando no se ejerce el civismo, termina por ser negado o secuestrado por el sistema corrupto, apareciendo inevitablemente la frustración, impotencia y los brotes de violencia social cada vez más alarmantes. Krahe brillantemente resume lo anterior en estas palabras dedicadas a la democracia: “Me gustas, ya te digo, pero a veces querría tenerte algo más presente. (…) que tú apañes la ley a medida del rico, al fin y al cabo es muy comprensible. Pero, ¿qué hay del que tiene poca voz, privado de ejercer tantos derechos? (…) A enmendar tus carencias te veo muy reacia. Y están mis sentimientos muy cansinos (…) no cuentes con que vaya hacia ti cuatrianualmente, no compartamos más la cama. Vamos a separarnos civilizadamente. Y sigue tú viviendo de tu fama”.
Aún estamos a tiempo de hacer un cambio revulsivo, quimioterapéutico, que se enfoque en la formación y participación activa de una ciudadanía emergente, cada vez más consciente de la importancia de la ética en las decisiones políticas. Una ciudadanía alerta que apueste por el rescate del compromiso cívico de defender la democracia, de no dejar que la corrupción la secuestre. Una ciudadanía capaz de cambiar los gritos quejumbrosos de “¡ay, democracia!”, por acciones, planes estratégicos y propuestas concretas.
El autor es abogado y economista

