Cuenta Borges, lector hedónico, que comenzó a leer la Comedia de Dante en el trayecto de su casa hasta la biblioteca en la que trabajaba. Cayeron en sus manos tres pequeños tomos que le cabían perfectamente en el bolsillo, y que correspondían al infierno, el purgatorio y el paraíso. Lo hizo, como con todos los libros que leyó, por “la emoción estética” que le deparaban.
Dante, que escribió su Comedia en el exilio, y del que oí o leí que no se lo querían cruzar por la calle porque creían, por la potencia de sus imágenes poéticas, que de verdad había estado en el infierno, legó para la eternidad una epopeya del alma, una búsqueda o una venganza que sigue fascinándonos setecientos años después de su muerte, y que sigue arrastrándonos a seguirle por puro placer.
Tal fue el impacto de la “Divina” Comedia en Borges, que publicó, después de muchísimas lecturas y años de disfrute, “Nueve ensayos dantescos” (1982), que no es sólo una mirada profunda a la obra de Dante, sino también, un inventario de la felicidad que es la lectura y la exposición constante y rigurosa a un buen libro.
Lecturas que generan más lecturas, escritores que se forman en la pasión hedónica de leer que madura el conocimiento y dinamiza la mirada estética. Hace falta esa caída por el tobogán de la felicidad lectora para llegar al rigor apasionado de la interpretación de lo leído, y ser fortalecidos en nuestro ser interior, en nuestro espíritu crítico.
Borges dice (año 1972) que lo que debe ofrecerse a un joven escritor es “conversación, discusión, el arte del acuerdo y, lo que es acaso más importante, el arte del desacuerdo”. Cuanto más caminamos por este oficio, más necesitamos de la lectura, de su disfrute, y de los amplios y enriquecedores acuerdos y desacuerdos estéticos que producen una mirada mucho más aguda y precisa de nosotros, de los otros y de nuestra circunstancia.
El autor es escritor