No sé mentir, ni siquiera en asuntos intrascendentes. Tampoco callar si me percato de claras falacias en ciencia. Esta actitud me ha generado insultos, calumnias, detractores de oficio y francotiradores gratuitos. Tener mi conciencia tranquila vale más, aunque salga irremediablemente herido. El bienestar colectivo debe ser un imperativo ético de cualquier médico. Muchas veces me he equivocado, por supuesto, pero siempre apegado al conocimiento científico del momento. Jamás me ha costado corregir posturas iniciales ante nuevos hallazgos. El ego, en ciencia, es siempre un aliado perverso. El debate reciente va mucho más allá del supuesto beneficio de un medicamento en particular; el fondo es mucho más profundo y delicado: ciencia vs. no ciencia.
“Primum non nocere” (primero no hacer daño) es el principal objetivo que todo médico debe tener presente antes de prescribir fármacos o vacunas a cualquier ser humano. Es un paradigma ético que aprendemos en las clases de deontología, como herramienta para prevenir la iatrogenia o la manipulación emocional de la esperanza de un paciente aquejado por una determinada enfermedad. De ahí la enorme importancia del método científico, basado en la observación acuciosa inicial, seguido de la generación de evidencias de calidad, a la hora de decidir instaurar un tratamiento concreto. Hay que evitar aprovecharse del hecho de que, para cualquier persona con una dolencia relevante, resulta más placentero escuchar una mentira reconfortante que una verdad amarga. Todo producto químico tiene eventos adversos, experimentados impredeciblemente por una pequeña proporción de personas, por lo que resulta esencial informar de forma transparente los riesgos y beneficios potenciales antes de proceder a su administración. Puedo comprender que esta conducta médica quizás no sea asimilada por gente ajena a nuestra profesión, pero jamás entendería que el personal sanitario la desconozca, a menos que su interés sea en el fondo mejorar clientela o adquirir protagonismo efímero.
Hay gente alarmada por la polémica pública sobre medicamentos de dudoso beneficio para combatir el Covid-19. Les comento que estas discusiones ocurren habitualmente en medicina y en ningún momento obedecen a enemistades o inquinas personales. He impartido docencia para la lectura crítica de la literatura científica, la ideación de estudios de investigación o la publicación exitosa de ensayos a quien lo solicite. Llevo casi 30 años haciéndolo gratuitamente. Lo que me irrita es la improvisación en la esfera académica. La práctica de la medicina es una actividad muy seria que debe basarse en evidencias y transparencias, no en ocurrencias y complacencias. Mientras en países con renombradas asociaciones científicas se ha superado el ruido inicial de intervenciones terapéuticas que no mejoraron el efecto placebo, en Panamá todavía se subliman rutinariamente como panaceas en entrevistas televisivas. El grupo exasesor, antes de su repentina disolución, había propuesto precisamente un estudio aleatorizado y controlado de los pacientes panameños, pero fue posteriormente ignorado. Los dueños de medios deberían asesorarse con fuentes fiables para poder diferenciar entre información o desinformación y evitar ser promotores de la insensatez, porque tienen una responsabilidad superior con la población. La autoridad sanitaria, farmacias y drogas, colegio médico, facultades de medicina y agrupaciones académicas deben pronunciarse enérgicamente sobre terapias no avaladas por organismos científicos de reconocido prestigio; de lo contrario, se convierten en cómplices silenciosos del espurio ejercicio de la medicina.
No puedo comprender cómo médicos que aprendieron en la universidad la metodología para investigar la seguridad y eficacia de todas las medicinas y vacunas aprobadas para uso en humanos, ahora desprecien esas enseñanzas y fabriquen espejismos epidemiológicos para sustentar argumentos particulares. Una cosa es casualidad y otra, muy distinta, causalidad. Se podría demostrar gráficamente, por ejemplo, más ahogamiento en piscinas cuando el actor Cage sale en escenas fílmicas; o más muertes de famosos cuando el futbolista Ramsey anota goles; o más accidentes en patinetas cuando se incrementa el uso de alguna terapia; u otras cosas sin plausible relación directa. La estrategia ha sido vincular el descenso en la cantidad de defunciones con algún factor específico. Debemos aceptar que si la letalidad se mantiene constante (entre 2% y 2.2% a lo largo de muchos meses), el número de muertes baja proporcionalmente con la disminución en el número de casos nuevos de infección documentada. Otras variables de confusión a tomar en cuenta incluyen: el manejo médico es mejor en septiembre que en abril; la mayor parte de enfermos recientes es predominantemente joven, población que se hospitaliza y fallece en mucha menor proporción; las personas utilizan ahora más las mascarillas que antes y se exponen a menor carga viral, lo que mejora pronóstico; se ha optimizado la trazabilidad, aislamiento y seguimiento de casos y contactos. Panamá, de hecho, ha exhibido consistentemente una letalidad bastante más baja que la media del continente, con, sin y a pesar de cualquier terapia ambulatoria.
Al final, sin embargo, es más fácil creer que pensar y, en una sociedad con poca cultura científica, el engaño tiende a ser la norma. La medicina está en peligro y si no despiertan nuestras entidades científicas, la última baja de la pandemia será la ciencia local y tendremos un retroceso de muchos años que costará recuperar. Reflexionemos por el bien del país. Unas pocas golondrinas no anuncian la llegada del verano…
El autor es médico