Me apresuro a decir, aunque he acumulado bastantes años, que no me califico vieja. No me siento tal.
Anoche cavilaba sobre ese tema y quise compartir mis sentimientos.
El punto de partida fue la agradable sensación de bienestar interno que tuve al acostarme, terminado sin turbulencias mi día, comodidad con el bagaje que contiene mi ser, llegado al mundo durante la Segunda Guerra Mundial.
Al abrir con la primera consciencia mis ojos vi que mi padre vestía saco blanco a diario y que mi madre, bonita mujer, se emocionaba cuando compraba un sombrero nuevo; pronto asimilé que existían costumbres que cumplíamos y que nos unían como panameños, como vecinos, como parientes, y que en los faroles de las calles asfaltadas, los fotingos que circulaban, la ausencia de grandes ruidos, nos había llegado suficiente modernidad para movilizarnos, tener alimentos refrigerados y comunicarnos con la mediación de una telefonista.
La misa dominical era una costumbre, un hábito con el cual todos cumplíamos. Pensé, en mi cavilación nocturna que, a partir de entonces y a lo largo del siglo XX, se estableció la personalidad que llevo en las células y en las neuronas que tan bien me han servido todas estas décadas.
Pero sobre todo percibí en mi persona un peso, un volumen existencial placentero y manejable, muy distinto a “la insoportable liviandad del ser” que constituirá la interioridad de los jóvenes escandalosos, multiactivos, “globalizados” y sin raíces que constituye la generación, o ya generaciones, que nos reemplazan.
¡Qué suerte que no nací ahora! En este Panamá estrepitoso, hecho de cubos de cemento que alejaron el celeste del cielo, donde no sólo nos atoramos en calles dañadas, sino que los buses te llevan empacados como sardinas en sus latas.
Quizá las cosas empeoren en los próximos años tanto, que nuestra descendencia dará gracias por haber nacido en su momento, como yo celebro arrastrar conmigo, como la cola de una cometa que ya vuela muy alto, vivencias de vecindad, de cariño, de ilusiones que nos protegían del barullo y el peligro.
Compañeros generacionales, ¡qué sabroso hemos vivido!
La autora es escritora