Hace unas semanas atrás el mundo nos pertenecía. El calendario estaba cargado de proyectos “inaplazables”, de citas “ineludibles” y en nuestras mentes el viejo proverbio “no te jactes del día de mañana; porque no sabes qué dará de sí el día”, se nos antojaba un recurso de biblieros y procrastinadores. Hasta que llegó la pandemia para aclararlo todo.
La fragilidad de la vida, de lo cotidiano, es quizás una de las primeras lecciones que debemos aprender en estos días de cuarentena. Aprender o, quizás mejor, “recuperar”, sobre todo a la luz de las cifras de fallecidos y de contagiados que no paran de aumentar, y ante la cierta incertidumbre de que no sabemos cómo resultará todo. Tomar conciencia de lo efímero, de lo frágil de todo, quizás pueda hacernos más fuertes.
Esta conciencia renovada debe hacernos crecer en compasión y en comprensión del otro, debe ayudarnos a disfrutar de lo cercano, del ahora, desahogando el mañana de afanes y miedos por lo porvenir, que no tienen sentido la mayoría de las veces, porque todo cambia de la noche a la mañana, y el día da unas veces el paraíso y otras un virus que te encierra en casa para que pienses.
Ser frágiles, reconocerlo, nos hace más fuertes. Pone en valor a los invisibles del sistema, a las cajeras, a los trabajadores de la limpieza, a las doctoras y a los enfermeros, a todas esas personas que por la calle nos construían un pedacito de la cotidianidad que tanto echamos de menos: la fortaleza radica en saber que todos somos necesarios en este tejido social que llamamos Panamá.
No sabemos qué dará de sí el día de mañana, pero vayamos haciendo acopio de nuevos conceptos para volver a la rutina. Si esta pausa impuesta no nos transforma, seremos muy necios y no habremos comprendido nada. A pesar de ser pesimista, albergo esperanzas, frágiles como nosotros, pero esperanzas, aunque se antoje parajódico como decía Cabrera Infante.
El autor es escritor