ARREGLOS BAJO LA MESA

Las contrataciones públicas: Juan Manuel Castulovich

Las contrataciones públicas: Juan Manuel Castulovich
Las contrataciones públicas: Juan Manuel Castulovich

Las contrataciones públicas han dado para muchas conjeturas y justificadas alarmas, pues suman a muchos miles los millones que en cada quinquenio gubernamental salen de las arcas públicas para las cuentas de todo tipo de contratistas, y no siempre de la manera más transparente. Al repasarlas, nos queda la sensación, que muchas veces pasa a ser certeza, de que en las obras que contrata el Estado ha habido arreglos bajo la mesa, sobreprecios, coimas, adendas prefabricadas y otras variantes de muy dudosa legalidad, como la nefasta modalidad de “los contratos llave en mano”.

En las contrataciones del Estado, en más de una ocasión, quizá demasiadas, cuando se buscan los hilos conductores ha quedado en claro que terminaron favoreciendo a los llamados “círculos cero”, los allegados al poder, o están umbilicalmente conectadas con los principales contribuyentes a las campañas políticas. Y porque a todos nos influencia ese espectro, la espontánea reacción de la vicepresidenta-canciller, además de consecuente, aunque después aclarara que no era su intención censurar la adjudicación de la licitación de la línea 2, debe acelerar el proceso, hace tiempo pendiente y urgente, para devolver a las contrataciones públicas la transparencia que prometió en su campaña la alianza en el gobierno.

Al país se le prometió revisar todos los contratos adjudicados o en ejecución para corregir donde fuera necesario, rescindir aquellos que registren graves incumplimientos o exigir responsabilidades cuando se haya lesionado al erario.

Las denuncias que ya se tramitan en los tribunales deben concluir con resultados que respondan a las expectativas creadas en la ciudadanía; pero además hay que sanear los procesos de contratación, eliminando inconsistencias legales que se han traducido en notorias desventajas a la hora de ejercer los derechos del Estado y en pérdidas cuantiosas de recursos públicos.

Ejemplo claro son los problemas que confrontan las obras de la ampliación del Canal, que retrasarán su conclusión y aumentarán desproporcionadamente su costo, debido a que, contrario a lo que se nos vendió cuando se promovió el referendo, el contrato dejó demasiados escapes y cabos sueltos que ahora son aprovechados por los contratistas.

Esa frustrante experiencia y otras, que son pan de cada día, aconsejan diseñar un modelo de contrato que asegure que el Estado, a cambio de los recursos públicos que invierte, recibirá como contraprestación las obras, los servicios o los bienes que compra, de la mejor calidad, en los tiempos pactados y a los precios más justos.

Precisamente en los precios y la forma de pagarlos es donde se ha introducido la perversa modalidad conocida como los contratos “llave en mano” que, como se mire, son una monumental falacia.

Supuestamente, el Estado obtiene una ventaja económica cuando adjudica la construcción de una obra cuyo financiamiento es asumido por el contratista. Pero esa aparente ganga es falsa. Todo contratista que postula para un contrato “llave en mano” le carga al precio el financiamiento que promete asumir y que consigue mediante un crédito bancario, que obtiene luego de que se le ha adjudicado el respectivo proyecto, que les sirve de aval para gestionarlo.

Pero allí no está el meollo de la falacia, sino en los famosos “certificados de avance de obra o de no objeción”, que convierten a los contratistas en titulares de un crédito exigible, aunque la obra contratada no haya sido terminada y menos entregada a satisfacción.

El efecto de esa patraña es que el contratista, en posesión del famoso certificado de “avance de obra” o de “no objeción” puede ceder su crédito a un banco o entidad financiera y, por esa vía, el cesionario se convierte en titular de una cuenta exigible y cobrable directamente al Estado. Como no ha pasado mucho tiempo, es fácil recordar que el ministro de Seguridad, después de haberse puesto flamenco en el caso de Finmecánica, dijo que “en vista de que esa empresa había cedido su crédito a un banco”, al Estado no le quedaba otra alternativa que pagar.

En principio, el acreedor por subrogación no debe tener más derechos que los que tiene o tendría quien le cedió el crédito; pero gracias a la triquiñuela de los “certificados de no objeción”, cuando el Estado los entrega, el contratista los negocia y cede el derecho a cobrar el precio pactado, y el banco o la entidad que lo compró deviene en dueña de “un crédito autónomo” y, por tanto, exigible y cobrable, con absoluta independencia de sus orígenes.

¿Cómo, cuándo y por quiénes fue concebida esa bellaquería? Para saberlo hay que remitirse a los decretos mediante los cuales se aprobó la emisión de “los certificados de no objeción”.

En ellos, invariablemente se declara que los certificados de no objeción constituyen “una obligación autónoma, incondicional e irrevocable” y que al expedirlos “nace para el Estado una obligación incondicional de pago, al contratista o la cesionaria, por el monto de cada certificado, pagadera por el Ministerio de Economía y Finanzas, sin deducciones, retención o afectación alguna, incluso en caso de terminación anticipada, suspensión o resolución administrativa del respectivo contrato por cualquier causa e independientemente de que exista o no disputa entre el Estado y el contratista o cualquier fiador del mismo con respecto a cualquier asunto, relacionado o no con el proyecto, incluyendo, sin limitación, que el proyecto no haya sido terminado o entregado o que los bienes entregados, objeto del contrato, no se hayan ajustado a las especificaciones previstas”.

Todos esos decretos son inconstitucionales y así debe declararlo la Corte Suprema de Justicia, con base en la demanda que le corresponde interponer al Ministerio Público. Y una vez que el Estado quede liberado de “esas obligaciones”, el siguiente paso deber ser el enjuiciamiento de los responsables.


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