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Todos somos corruptos: Juan Williams C.

Empezando 2015, espero que en este año nos demos cuenta de que todos somos corruptos. Como mencioné en un artículo anterior: “Para enfrentar este flagelo, debemos empezar a ser más consecuentes con nuestro discurso; ser más consistentes, como sociedad y no dejar de vivir en la realidad”. A pesar de las críticas, y con el aval de los comentarios positivos que recibí, les presento esta parte.

Si bien he definido que la corrupción es una actitud que cualquier ser humano es susceptible de sufrir, me atrevo a decir que la mayor parte de la población ha sido corrupta, al menos, una vez en su vida. Muchas veces, por nuestro beneficio, definimos el término solo como aquellas acciones incorrectas o ilegales que comete un servidor público en el ejercicio de sus funciones. Es decir, limitamos el significado a la mera corrupción política, obviando algunas acciones que practicamos, por lo que también somos corruptos.

La corrupción es un fenómeno sociológico, que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua (RAE) define como: “Acción y efecto de corromper”. Esta breve y concisa definición tiene una razón de ser: No permitir que se preste para personalismos o etiquetas. Su generalidad demuestra que toda persona puede cometer la acción de corromper, no importa el cargo que ostente ni donde lo ostente, pues ninguna de esas etiquetas priva de la condición de persona y el solo reconocer o tildar a otros como “corruptos” nos convierte o incluye en esa categoría.

El acto de reconocimiento o de etiquetar a una persona como tal es meramente subjetivo, pues depende de la percepción de cada uno sobre lo que es bueno o malo. Sabemos que, si bien, la sociedad ha definido una serie de acciones que son consideradas malas y otras que son consideradas buenas, no podríamos aseverar que todos están de acuerdo con lo que se ha definido. La mera intención de hacerlo es una acción de corromper la verdad, y bien se argumentaría algo de lo que no tenemos prueba real que corrobore su veracidad. Necesitaríamos tener una “objetividad perfecta” pero, al desglosar ambos términos nos damos cuenta de que por la subjetividad que los representa, no es más que una falacia.

El mundo, Panamá y nuestras vidas sufren a diario el fenómeno de la corrupción. Corresponde a las personas despojarse de su ego y orgullo para aceptar que somos corruptos, pues es claro que al ser humano no le gusta que lo denominen –mucho menos autodenominarse– con un epíteto que es reconocido como negativo o malo.

Veamos, solo para recordar, algunas situaciones cotidianas que practicamos y caen en esa categoría: el famoso giro a la derecha, con el semáforo en rojo, que es “permitido” por mera costumbre no así porque el Reglamento de Tránsito lo permita; manejar por el hombro de la vía; dar “coima” a los funcionarios para que “ayuden” con los trámites o le den paso expedito o para que el oficial no imponga una multa. Esto, sin contar otras muchas situaciones en las que como decía el jurista Hans Kelsen: “Lo que no está prohibido, está permitido”. Algunos aprovechan las lagunas jurídicas y actúan “legalmente”, a sabiendas de que la acción realizada no está bien, porque no existe una regulación clara.

A pesar de que haya personas que piensan que son la excepción a las acciones mencionadas, es imposible asegurar que en el transcurso de nuestras vidas no hayamos sido corruptos. Con esto no busco criticar a la ciudadanía ni justificar a los “corruptos”, este artículo es un recordatorio de que en una sociedad corrupta no podemos exigir políticos honestos. Por eso, recomendaba ser más consecuentes con nuestro discurso, pues a medida que la decencia y transparencia que pregonamos se haga efectiva con acciones civiles, la sociedad obtendrá la consistencia necesaria para no darle lugar a los funcionarios deshonestos y exigir decencia, transparencia y méritos a quien se postule, sea electo o designado, para ocupar un cargo público. A partir de ese momento afrontaremos nuestra realidad. @juanwilliamsc



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