La pandemia de Covid-19 que afecta al mundo ha tenido y tendrá inevitables consecuencias en la dinámica y condición social de las personas, por un periodo no atisbado. Su golpe global ha llegado a coincidir con la Semana Santa de 2020, lo que hace oportuna una reflexión en este tiempo.
Hace poco más de un año el papa Francisco, en Panamá, presidió un rito propio de Cuaresma -el Vía Crucis- en el que participaron jóvenes de muchos países. Allí, el papa los llevó a confrontar sus realidades sociales con la doctrina cristiana.
En aquel Vía Crucis, Francisco argumentó que “la propuesta de Jesús contrasta con la cultura del descarte y del desamor” que caracteriza a las sociedades. Hoy, el Covid-19 ha sacudido esa cultura -por cierto, muy occidental- que, entre otros grupos vulnerables, descarta a los mayores y a quienes han ejercido ocupaciones o profesiones muy sacrificadas, con injusto, poco o ningún reconocimiento social.
En primera línea está la gama que va desde el personal del ámbito sanitario, hasta el que trabaja en la seguridad pública. También merecen mención todos los que han estado laborando para garantizar el funcionamiento de servicios públicos o comerciales que son esenciales para que la sociedad y las instituciones no colapsen. Además, están los comunicadores veraces y orientadores, y los que brindan consuelo, tranquilidad y afecto, desde una convicción, fe o creencia religiosa.
Ante la excusa de la cultura del “descarte”, el papa hizo un llamado de atención en aquel Vía Crucis a las personas acostumbradas a vivir en una “sociedad que consume y que se consume, que ignora y se ignora”. En estos días, la crisis del Covid-19 ha motivado a muchos a aplaudir a quienes se han rifado la vida por salvar la ajena, porque han demostrado que todo lo que tienen para ofrecer lo ofrecen: su tiempo, sus esfuerzos, su vida.
Sin importar condición económica, poder o fama, esta pandemia ha afectado por igual a un mundo o a una sociedad profundamente desigual y las personas han tenido o tendrán -si es que no lo han hecho aún- que descubrir la solidaridad desde una perspectiva distinta a la donación de lo que sobra, de lo que no se necesita, de lo que ya no funcione, de lo indebidamente obtenido, o de lo que le produzca un beneficio recíproco.
En aquel gigantesco auditorio abierto, miles de jóvenes de todo el mundo guardaron silencio para escuchar, en la plegaria del líder de la Iglesia Católica, las denuncias de que es “fácil caer en la cultura del bullying, del acoso, de la intimidación con el débil”; de que el Vía Crucis de Jesús se “prolonga en redes criminales y de abuso que atentan contra los jóvenes” y de que “el conformismo [es] una de las drogas más consumidas en nuestro tiempo”. Para una sociedad que es capaz de tragárselo todo, la pandemia de Covid-19 está dejando estos vicios en evidencia, pero también la forma de solventarlos.
Francisco apeló a la conciencia social para denunciar, además, que el Vía Crucis de Jesús “se prolonga en la contaminación de la madre tierra”, y llegó al ápice de su oración cuando dijo, sin rodeos, que el ser humano de ahora vive en “una sociedad que, con un confortable cinismo, consume el drama de su propia frivolidad”.
Apeló al afecto como mejor expresión de la proximidad humana, de la nueva solidaridad, que hoy apenas comienza a asomarse, para la que puso como ejemplo a una María, “fuerte al pie de la cruz, la mujer fuerte del sí, que cobija y que sostiene”; que “aprende a estar” con el que sufre. Tal vez ahí o en algo que se le asemeje a esto, esté la verdadera cura contra el Covid-19 y de otros terribles males que amenazan al ser humano como sociedad y como especie.
El autor es sociólogo
