Desde hace varios años, mi núcleo familiar de cuatro disfruta juegos de mesa. Hemos explorado varias opciones gracias a la conectividad del internet y a las diligencias de Santa Claus. Uno de los juegos favoritos de mis hijos está inspirado en las siete maravillas del mundo antiguo. En este juego cada jugador construye estructuras, acumula recursos y dota sus civilizaciones de conocimiento. El conocimiento que cada civilización acumula puede ser de tres tipos: científico, militar y cultural. Una versión para dos jugadores permite dos maneras de ganar una partida antes de la conclusión del juego, es decir, dos formas de precipitar el fin del juego venciendo al oponente. Una de esas formas es por supremacía científica de una civilización y la otra es por supremacía militar. La supremacía cultural de una civilización no logra un final prematuro en el juego, pero si se llega al final del juego habiendo acumulado suficiente puntaje cultural, el mismo puede garantizar el triunfo de una civilización durante el conteo de puntos.
En cierto modo, muy generalizado, este juego emula la realidad de las civilizaciones que han destacado en la historia del mundo, y de las que destacan hoy día. Conocemos la frase: el conocimiento es poder. La historia, como nos fue enseñada a la mayoría de los adultos que leemos este artículo, está dividida en hitos basados en descubrimientos científicos. A manera de ejemplos, nos referimos a un antes y un después del descubrimiento de la pólvora, de la invención de la imprenta, de la revolución industrial, de los viajes al espacio y un sinfín de descubrimientos que catapultaron a una o varias civilizaciones. Muchos interpretan la frase aludida (“el conocimiento es poder”) como una referencia al conocimiento individual, pero en mi opinión se equivocan. Si bien la frase puede ser interpretada de esa manera, el conocimiento de uno solo brinda al individuo un poder limitado. Reflexionemos: ¿de qué le hubiera servido a Gutenberg ser el único con una imprenta?, ¿quién recordaría a Tomás Alba Edison si se hubiera aferrado a sus descubrimientos?, ¿cuánto poder ostentarían los precursores del internet si la red no estuviera al acceso de todos? Quiero decir que para que el conocimiento científico sea una herramienta de poder, el mismo debe ser compartido dentro de las fronteras de un Estado, y a menudo incluso más allá de sus fronteras. En otras palabras, una civilización en la que el conocimiento es un derecho, y no un privilegio, tendrá mejores posibilidades de avanzar que una en la que lo contrario sea cierto.
Las ventajas de la supremacía militar no requieren introducción. Sabemos que una civilización con milicia fuerte es capaz de proteger a sus ciudadanos y a quienes la visitan. Además, un buen servicio militar se convierte en una alternativa honrosa para los jóvenes que abandonan la escuela, brindando no sólo una segunda oportunidad para educarse, sino también una vida productiva lejos de los vicios y de las malas compañías. Un sano nivel de ejercicio militar no sólo protege de ataques externos, sino que también provee soporte cuando la nación es sacudida por desastres naturales.
La cultura –y con ella me permito hablar también del deporte– es un baluarte frecuentemente olvidado en naciones en vías de desarrollo. (Por ejemplo, observemos la agonía que sufre nuestra Asociación Nacional de Conciertos, iniciativa privada al borde de la extinción ante la indiferencia de nuestras autoridades). No se tiene nación sin un sentido de pertenencia a la misma. La población de un país debe compartir una identidad en común. Así vemos naciones en las que sus habitantes hablan más de un idioma, como Suiza, donde se mantiene el sentido de pertenencia. Esto se va logrando mediante la acumulación de tradiciones en común, el desarrollo del arte (sea plástico, escénico, musical, literario o arquitectónico) que contemplarán sus ciudadanos y adoptarán como propio. El desempeño en deportes dentro y fuera del territorio nacional fomentará hábitos sanos y dará sentido de pertenencia a sus habitantes, tanto a nivel regional local como a nivel internacional. Estados Unidos comprendió esto muy temprano y le dio al mundo al menos cuatro nuevos deportes: voleibol, baloncesto, beisbol y fútbol americano. ¿Qué decir de México y sus mariachis? Existe incluso el arte como medio de transmisión de hechos históricos entre una generación y las siguientes; si no me cree, pregúntele a Homero.
El juego de mesa al que hago referencia desde el inicio de este artículo es una forma de entretenimiento en mi hogar. Con la experiencia, cada jugador en mi familia ha descubierto que sin una estrategia clara, una civilización está destinada a sucumbir ante la supremacía de sus vecinos. Desde temprano en cada partida, según la suerte de las barajas, es importante fortalecer alguno de los conocimientos que se pueden acumular: sea una combinación de cultura y ciencias, milicia y cultura, o ciencias y milicia; o bien se puede apostar por fortalecer solo uno de los tres. Lo cierto es que sin una estrategia trazada, una civilización no hará más que admirar la grandeza de sus vecinos.
A menudo me pregunto cuál sería la suerte de nuestro país si protagonizara un juego como el que describo. ¿Qué tal si nuestros dirigentes tuvieran la visión de apostar por un futuro en que el país fortaleciera uno o varios de los conocimientos comentados? ¿Qué tal si se trazaran planes a corto, mediano y largo plazo para lograr los fines visualizados? ¿Qué tal si esos planes no fueran afectados por las transiciones entre gobernantes, cada cinco años? ¿Por qué tras más de un centenario de vida republicana, en nuestra nación este escenario aún parece inalcanzable?
La autora es emprendedora

