Hace justo un año, el 11 de febrero de 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) bautizaba el coronavirus como Covid-19. Solo había transcurrido un poco más de un mes, desde que aquellos extraños casos de neumonía detectados en China, habían sido reportados. Un mes después, ya era una pandemia.
Comenzaba así la crisis de salud mundial, que no solo ha matado 2.3 millones de personas -rumbo a los 6 mil en Panamá-, sino que de paso ha creado una crisis económica y social pavorosa, afectando de forma directa la institucionalidad democrática.
“Todo indica que cuando salgamos de esta noche oscura, despertaremos a un mundo empobrecido, en el que el Estado habrá crecido en todas partes asfixiando la libertad más de lo que ya está, y en la que los nuevos populismo, impregnados de racismo y de una nacionalismo irracional, se disponen a rematar las últimas instituciones y a conquistar el poder….”, se lamenta el escritor Mario Vargas Llosa en un artículo reciente.
Si, la crisis de la democracia -que ya venía mostrando señales de alarma antes de la pandemia- es global. Enfrentar los riesgos existentes requiere reforzar los mecanismos multilaterales y, sobre todo, decidida acción local.
En Panamá, perdimos muy pronto la ilusión de estar en buenas manos para navegar en aguas tan procelosas, y a partir de entonces, el deterioro no se ha detenido. Escándalos de corrupción, despilfarros, autoritarismo, impune violación a las garantías fundamentales, falta de transparencia, son algunas de las señas de identidad de una Administración que ha ido dando tumbos en su intento de enfrentar la pandemia.
En realidad no es raro lo que nos sucede. Como he escrito infinidad de veces, los partidos políticos abandonaron hace rato su vital papel en un sistema democrático, para ser solo maquinarias clientelares que, una vez en el poder, se reparten la planilla, como si de un botín se tratara. Ser eficiente, dar buen servicio público, enfrentar con sabiduría una pandemia, es así imposible.
Mientras seguimos cayendo en todas las mediciones internacionales sobre corrupción, estado de Derecho, eficiencia en el uso del presupuesto, calificadoras de riesgo, desigualdad, surge una pregunta: ¿será posible salir de este hueco con el entramado institucional existente? ¿Tendremos que esperar a las próximas elecciones y volver a “rifárnolas”?
En 1983, en medio de una de las tantas crisis del régimen militar, se produjo una profunda reforma a la Constitución de 1972, con la participación de casi todos los partidos políticos existentes. Para algunos, como el maestro constitucionalista César Quintero, la reforma fue de tal magnitud que la consideraba una nueva Constitución.
En realidad se trató de un parche que oxigenó el desgastado régimen e imposibilitó el reclamo de algunos sectores que pedían un nuevo órden constitucional mediante una Asamblea Constituyente. La reforma se produjo, pero nada cambió, y el desenlace es historia conocida y todavía reciente: Manuel A. Noriega y, más tarde, la terrible invasión.
Es imposible imaginar un contexto más perfecto para un cambio total del órden constitucional tras 21 años de dictadura, que la violenta irrupción que significó la invasión de diciembre de 1989. Paradójicamente, no sucedió.
Tras la llegada de la democracia electoral, la Constitución ha sufrido algunos cambios importantes, pero siempre insuficientes. Ninguno detuvo el creciente deterioro de los principios democráticos y las prácticas electorales, la inoperancia de la Administración de Justicia con su legado de vergonzosa impunidad, la ineficacia de la Administración Pública, la corrupción, la desigualdad.
Hoy, frente a la realidad de una institucional que hace aguas por todos lados, y la ya más que evidente realidad de un sistema que es incapaz de autorenovarse, el viejo reclamo de una Asamblea Constituyente que produzca una nueva arquitectura del poder, para intentar hacer realidad la vieja utopía de una verdadera separación de poderes para beneficio colectivo, aparece en el horizonte como un camino no solo posible sino necesario.
Obviamente, la posibilidad de que finalmente cambiemos la Constitución, mediante el mecanismo ciudadano del artículo 314, requiere una ciudadanía activa, empoderada y resuelta a impedir lo que es obvio: estamos perdiendo la democracia y abandonando a los más vulnerables, que solo encuentran en el peligroso clientelismo partidario, una paupérrima respuesta.
Mucha agua ha corrido bajo el puente desde aquellos primeros diálogos surgidos tras la invasión, como mecanismos eficientes para avanzar en la reconstrucción democrática. Pero hace rato que esos acuerdos solo acumulan polvo en algún anaquel, o son desvirtuados en donde se materializan los cambios -como las reformas electorales-, porque los partidos políticos, convertidos en bandas, no están dispuestos a perder sus privilegios.
¿Qué hacer frente a esta realidad? Organizarnos para provocar el cambio parece la única salida. El camino para ello está por definirse y depende de nosotros.
La autora es periodista, abogada y activista de derechos humanos