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Destruir la democracia desde dentro

Estos días en que nos acercamos al bicentenario de nuestro nacimiento al mundo republicano en medio de un ambiente político de gran crispación, parece prudente echar una mirada a lo que pasa alrededor de nosotros para intentar salvarnos del naufragio.

Como se sabe -aunque algunos no lo tengan claro-, en estos tiempos las rupturas democráticas no las provocan soldados ni generales, sino las propias autoridades electas. Una vez llegan al poder, transforman las reglas del juego democrático, se toman las instituciones de control y las someten, al tiempo que logran apoyo popular gracias a estrategias populistas.

Los estudiosos de estos temas afirman que desde la caída del comunismo en los noventa -momento que coincide con la recuperación de nuestra democracia electoral-, el sistema democrático no se había enfrentado a un enemigo tan poderoso. La fuerza del populismo no solo ha hecho mella en democracias frágiles o con pasados dictatoriales recientes como Brasil, Hungría oTurquía, sino también como sabemos, en sistemas consolidados como Estados Unidos y Reino Unido.

Si bien las instituciones de Estados Unidos sufrieron graves daños, resistieron la embestida de un populismo que se aprovecha sin pudor de los miedos, las carencias y las angustias que ha producido el sistema económico entre los más vulnerables. Aquellas imágenes del 6 de enero pasado, cuando una turba violenta y sin claridad de propósito se tomó las instalaciones del Congreso, son difíciles de olvidar.

Por el contrario, en muchos países de Europa o América Latina, los populistas autoritarios han logrado adueñarse por completo del sistema político. Otros, como parece ser el caso de quienes hoy nos gobiernan, aguardan entre bastidores, dispuestos a aplicar las mismas reglas. Lo que está sucediendo en Nicaragua y El Salvador son alarmantes ejemplos muy cercanos.

Steve Levistky y Daniel Ziblatt, en su muy conocido libro Cómo mueren las democracias, analizan este fenómeno, señalando que los populistas se benefician de las promesas incumplidas de la democracia, alcanzan el poder y luego van desmantelando todas las instituciones que sustentan el sistema de libertades y garantías.

Otra interesante lectura para estos tiempos revueltos es el libro Cómo perder un país, de la escritora y columnista turca Ece Temelkuran, en el que cita siete pasos por los que se transitan de la democracia a la dictadura, tomando como base la experiencia de Turquía bajo la autoritarismo de Recep Tayyip Erdogan y su partido de la Justicia y el Desarrollo…. “justicia y desarrollo”, perfecta carnada.

Temelkuran cita como señales la creación de un movimiento fuera del sistema, trastocar la lógica y atentar contra el lenguaje, apostar por la mentira como método, desmantelar las mecanismos judiciales y políticos, diseñar tu propio modelo de ciudadano, trivializar lo que sucede y construir un país a tu medida. Es lo que ha hecho con éxito Erdogan.

Obviamente, estas y otras características del modelo identificados por otros autores como el politólogo alemán Yasha Mounk -que ha estudiado el crecimiento de la ultraderecha nacionalista en Europa-, debemos adaptarlos a nuestro trópico húmero y cumbanchero, para poder distinguirlas con claridad y actuar en consecuencia. Y estos días, esas señales están muy claras.

Allí está el crecimiento de un discurso nacionalista que encuentra en los migrantes el enemigo a quien achacarle los problemas sociales existentes, así como las campañas discriminadoreas de sectores religiosos y conservadores. Con ello se explota el miedo, se potencian los instintos más primitivos del ser humano y se logran los apoyos electorales que tienen estos días en la Asamblea a claros representantes de grupos que se burlan del concepto mismo de derechos humanos y patean la mesa de la democracia con frecuencia. Para sus votantes, son sus salvadores.

El populismo miente y les da igual. La verdad es sustituida por cualquier cosa, no importa que el argumento sostenido sea un disparate. Si alguien discute su credibilidad, las ordas de pitbulls digitales, saldrán en su rescate.

El populismo propicia el despretigio de las instituciones, pues en la medida que no funcionen, solo queda el líder generoso (diputado) para lograr sobrevivir. Destruir las instituciones es casi una meta del populista y en Panamá, se logra fácilmente nombrando a la clientela política sin formación ni experiencia alguna, provocando un descalabro institucional cada cinco años.

Otras señales son las triquiñuelas legales -como las que estamos viendo estos días en la Asamblea con las reformas electorales-, la erosión de las normas no escritas de convivencia democrática, el tono altisonante y despectivo, perfecto además para las redes sociales y algunas otras.

Y, por supuesto, queda tal vez la más grave: la renuncia de los partidos políticos a ser los cuidadores de la democracia. El sistema clientelar se los ha tragado y poco a poco, está engullendo la democracia toda. Desde dentro.

La autora es periodista, abogada y activista de derechos humanos



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