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Salud mental

Donde hay amor, hay familia

Recuerdo, muy temprano en mi carrera de psicología, asombrarme con una sencilla y poderosa frase que me compartió una profesora muy querida: “las familias más sanas son las que buscan cuidar su salud mental, no porque haya algo ‘malo’ ocurriendo, sino porque quieren actuar preventivamente”. Desde entonces, mi misión como psicóloga ha sido llevar un mensaje que la salud mental puede ser tanto preventiva, así como lo es correctiva.

¿Cómo se ve una familia que cuida su salud mental de manera preventiva? Cuando empiezo a responder esta pregunta, pienso en diversos escenarios: desde una pareja que se comunica abiertamente, con compasión y empatía, y hablan sobre sus miedos y sueños con confianza, respeto y apertura; una madre soltera que está constantemente pensando sobre el bienestar socioemocional de sus hijos; hasta unos abuelos que se cuidan a sí mismos para estar por muchos años en la vida de sus nietos. Y, aun cuando sus realidades son drásticamente distintas, hay un hilo conductor en cada uno de estos escenarios: el amor.

Cuando hablo de amor no estoy hablando del amor romántico que nos han vendido las películas animadas y cuentos de nuestra infancia. Cuando hablo de amor, hablo sobre ese amor puro, compasivo, empático, maduro, humilde y congruente. Hablo sobre el amor que nace desde un lugar sano, con una intención benevolente, y que cuando se equivoca, lo reconoce. Este es un amor que sabe cuándo pedir disculpas, cuándo dar tiempo y espacio, cuándo reparar y cuándo reconocer los errores humanos; un amor que sabe elegir sus batallas y se da el permiso de pensar sobre su propia historia, sus predisposiciones y sus heridas, y es un amor que trabaja arduamente para no repetirlas en las diversas relaciones que establece.

En mis años como psicóloga clínica de niñas, niños y adolescentes, he presenciado este tipo de amor en innumerables ocasiones con las madres y los padres que he trabajado. Madres y padres que buscan atención para sus hijos porque quieren lo mejor para ellos, y a veces no saben cómo ofrecérselo. Y, aunque les evoque culpa o vergüenza pedir ayuda –porque todos hemos crecido en una sociedad que ve la búsqueda de ayuda profesional como una debilidad, cuando en realidad es una gran fortaleza–, lo hacen porque es lo que sus hijos necesitan.

Donald Winnicott, pediatra y psicoanalista británico, descubrió en sus años de trabajo e investigaciones que los niños no necesitan madres ni padres perfectos, sino madres (y padres) “suficientemente buenas y buenos”, como aquellos con quienes he tenido el privilegio de trabajar. Yo creo que este mismo concepto se puede aplicar a nuestras relaciones humanas: no necesitamos a personas perfectas, necesitamos a personas “suficientemente buenas”, que reconozcan que pueden ofrecer un amor “suficientemente bueno” y, así, vivir una vida digna que sea “suficientemente buena”, también.

Desde la década de los cincuenta, época cuando el doctor Winnicott desarrolló sus primeras teorías, numerosas investigaciones han corroborado que la presencia de una figura maternal o paternal sana y amorosa, es suficiente para que una niña o niño crezca en un ambiente emocionalmente sano. Cómo se ve esa familia conformada –ya sea heteroparental, monoparental, homoparental, con padres adoptivos o crianza por abuelas y abuelos– no tiene mayor impacto en la salud emocional de las niñas y niños, siempre y cuando los adultos responsables se aseguren de ser las figuras más sanas posibles para sus hijos.

En un estudio publicado en la revista científica The Medical Journal of Australia, los autores encontraron evidencia que el simple hecho de crecer en una familia homoparental no influye negativamente en la experiencia emocional de niñas, niños y adolescentes. Es decir, no es tanto el crecer con una pareja del mismo sexo, sino más bien la discriminación y discursos de odio que dicha familia tiene que soportar, lo que impacta de manera negativa en la salud mental de estas niñas y niños. De esta forma, el discurso de odio y la dicriminación que enfrentan familias diversas va debilitando esa vida digna y suficientemente buena que toda familia sana tiene derecho a vivir.

Para lograr esta vida digna, todas y todos merecemos tener acceso a los mismos derechos, siendo uno de ellos el derecho a legalizar la unión de parejas que deseen hacerlo –sin importar su orientación sexual–, cuya base es un amor “suficientemente bueno”. Tener acceso a una vida digna, con igualdad de oportunidades y derechos, es una base importante para gozar de una buena salud mental, y es una manera práctica en la que nuestros gobiernos pueden atender la salud mental preventiva de una población. Individuos que gozan de una vida digna y que tienen la libertad de elegir formar una familia sana con otros individuos –sin importar raza, género u orientación sexual– se vuelven las bases de una sociedad sana, fundamentada en el amor. Y, consecuentemente, una sociedad sana es una sociedad que respeta, acepta y tolera las diferencias, sin perpetuar mensajes de odio ni discriminación.

Si cada uno cria en tolerancia, empatía, comprensión y amor, estamos edificando el puente hacia una sociedad donde cada persona puede elegir libremente cómo quiere formar su propia familia. Y, así, sin darnos cuenta, empezamos a construir un ciclo de salud mental entre individuo, familia y sociedad que es mucho más congruente y tolerante, y que ponga en práctica el mensaje importante: donde hay amor, hay familia, sin importar cómo se vea.

La autora es psicóloga clínica de niñas, niños y adolescentes, escritora y educadora



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