Durante el maravilloso año en que Maruja y yo asistimos al Nieman Foundation for Journalism de la Universidad de Harvard, tuvimos el privilegio de escuchar a profesores y otros oradores de increíble intelecto. Entre los profesores, uno muy joven y popular era el de filosofía política, llamado Michael J. Sandel. Sus clases se dictaban en el Teatro Sanders de la universidad, porque ahí cabían los casi 900 estudiantes –de todos los niveles- que asistían a sus clases. El profesor lograba, aun con esta enorme asistencia, total silencio y atención, además de activa participación.
Pues resulta que el professor Sandel –ahora en su madurez- es un respetado filósofo político con 10 libros de amplia circulación, muchos dedicados a la justicia y moralidad en la política... y hasta sobre le filosofía china. Acaba de salir su último libro, titulado The Tyranny of Merit: What’s Become of the Common Good? (La tiranía del mérito: ¿dónde quedó el bien común?). Acabo de terminar su lectura. Dice que vivimos en una época de ganadores y perdedores, en que la gavela está muy a favor de los ya afortunados, produciendo una polarización extrema y una profunda desconfianza hacia los gobiernos, dejando a los ciudadanos moralmente incapaces para afrontar los desafíos de nuestro tiempo. La pandemia nos ha demostrado claramente nuestras debilidades y la debilidad moral y ejecutora de nuestros gobiernos, que se han dedicado más a crear pánico que a producir liderazgo y soluciones lógicas y razonables.
¡Requerimos una renovación moral y política, para afrontar las incrementadas desigualdades! El autor se dedica a los fenómenos Trump y Johnson, pero su mayor dedicación es para los partidos de centro-izquierda, que poco han hecho para atender a sus bases tradicionales (en Estados Unidos y Gran Bretaña). Los perdieron totalmente a las derechas –no solo extremas– sino irracionales.
El profesor indica que el partido Demócrata incluso logró que su base política perdiera la fe en su posibilidad de mobilidad social, que era el corazón del “sueño americano”.
Una de sus tesis es que se ha desarrollado una tiranía de la meritocracia. Pone un ejemplo de la lotería: el rico compra billetes y si gana piensa “me lo merezco”... Y si pierde, se desilusiona pero nunca piensa con rabia “me la merecía”. Por el otro lado, el pobre compra lotería (el peor impuesto a la pobreza) y si gana, celebra -“¡me la gané!”-, pero si pierde, no piensa nunca “no me la merecía”.
Pues bien, el que nace en una familia rica en esencia se ganó una lotería de nacimiento; no piensa en eso, sino en que se la merecía y, lejos de humildad, mira hacia abajo como diciendo “aquel es pobre, porque no estudió o no trabaja duro”, concluyendo con “no se merece otra cosa”. Además, el hijo de familia rica va a la mejor escuela y a la mejor universidad pensando – cuando se gradúa – que se ganó los diplomas por mérito propio, lo cual es en parte cierto, pero, ¿y la lotería?
El hijo del pobre, si llega a la escuela, recibe una mediocre educación pública y, si tiene que ayudar a la familia trabajando, no se gradúa de la universidad o le toma el doble de años hacerlo. Trabaja por un salario 10 ó 15 veces menor que el del hijo del rico, teniendo que superar aquello de “mi abuelo fue pobre, mi padre también, y ahora me toca a mí”. Pero, ¿y qué de la lotería que se ganó el otro al nacer?
Así, con este ejemplo sencillo general (aceptando que hay excepciones maravillosas), la injusticia producida por una lotería, y la tiranía de la meritocracia igualmente producto de esa lotería en la mayoría de los casos, es hoy peor por otra injusticia aún más agravada y es que los que se quedan atrás se sienten responsables de su desgracia, frustrados, rabiosos... y dispuestos a cualquier cambio, “porque no tienen nada que perder” (los Trumps, Johnsons, Martinellis).
La democracia no puede pensar ya en la movilidad como única respuesta a la desigualdad. Una sociedad sana no puede existir con la sola promesa de “escapar”.
La sociedad tiene que aspirar a que su “salario mínimo” sea realmente un “salario de vida”, que existan espacios y muchas actividades públicas en las que todos los ciudadanos (ricos y pobres) se puedan sentir como miembros de un proyecto común.
Una sociedad donde los que no están arriba puedan vivir vidas decentes con dignidad, en casa propia, con sus hijos en escuelas públicas de excelencia, donde sientan su autoestima alta, y que en los mismos espacios puedan deliberar con sus conciudadanos sobre políticas públicas, donde las cárceles sean para todos los ladrones por igual, incluso los de saco y corbata.
Una sociedad donde los gobernantes sean servidores públicos y respeten al poder ciudadano. ¿Sueño? ¡No! ¡Objetivo de todos los ciudadanos por igual!
El autor es fundador del diario La Prensa
