En abril de 1970 me gradué en antropología, Universidad de Los Andes, Bogotá. Tras años de vivir en el exterior regresaba al istmo. Me contrató la Dirección de Desarrollo de la Comunidad, Digedecom, que requería un jefe de Asuntos Indígenas. Sección con 33 trabajadores comunales y voluntarios dispersos por las zonas indígenas. Iniciaba, sin saberlo, mi duro doctorado de campo sobre las realidades del Panamá más remoto y marginado.
Una de mis primeras entradas fue a la Serranía del Tabasará. A Cerro Viejo, un extinto volcán de mil metros de altura cuya mole abarca 23 millas cuadradas. Estuvo activo de 23 a 3 millones de años atrás.
Siete millas a poniente se vislumbraba otro viejo volcán, la Meseta de Chorcha, con su hermosa cascada.
Mi meta era el caserío de Cerro Viejo. Aquí vivía Lorenzo Rodríguez, primer cacique general de los guaymi, los ngobe de hoy. Necesitaba conocerlo, conversar sobre los problemas de su gente y lograr su visto bueno para visitar caseríos mas distantes de la serranía.
Como baquiano o guía y lengua o traductor llevaba a Marcos Quintero Bejarano. Era de Cerro Iglesias y el único trabajador comunal de la zona indígena de Chiriquí. Conocedor de la región, conversador, de buen humor bajo los solazos, los chaparrones y en los empinados y resbalosos trillos bordeando los precipicios o al vadear ríos desbordados. Sus dichos favoritos tras horas de andar: “tamos cerquita” y “ahorita llegamos”.
Viéndome llegar a pie, mochila a espaldas, sudado, trajinado y asoleado, creo que le caí bien al cacique.
Me recibió con gran y franca sonrisa, resistiendo paciente mi torrente de preguntas. Como todo me era nuevo deseaba absorber las complejas realidades de la serranía en un instante. Habló de la honda pobreza, la ausencia de escuelas, dispensarios, acueductos, caminos, puentes y zarzos. De las pestes. Yo, converso reciente al método del desarrollo comunal, opinaba que si las comunidades y el gobierno unían fuerzas estos problemas se resolverían. Le pregunté cuál era a su entender el mayor problema. Se levantó y apuntando al sur, a la distante carretera interamericana, dijo: “La comarca. Desde que la hicieron, los ganaderos latinos de tierras bajas vienen encerrando nuestras tierras para potreros. Todo hace falta, pero lo más importante es la seguridad de la tierra”. En ese instante me torné en firme colaborador, a lo interno del gobierno, de la lucha por la comarca.
Me prestó dos de sus mejores baquianos y una nota para sus jefes inmediatos más remotos. Súbito recordó que en la década de 1930 a Cerro Viejo llegó el primer maestro. Un jovencito latino y flaquito llamado Pablito.
Uno de mis intereses ha sido la historia de la Normal Rural de David, cuna de la educación chiricana, hoy colegio Felix Olivares. Allí se graduó mi madre. La fundó Sebastián Gilberto Ríos, primer hijo de la provincia en doctorarse en Alemania. Ella formó los primeros maestros que enseñaron a leer y escribir a una población mayormente campesina e indígena. Entraban tras graduarse de la primaria y, tras tres años, salían como maestros rurales. La Normal les inculcó una disciplina prusiana, ética del trabajo, conducta ciudadana, pulcro vestir y hablar, respeto a los mayores y orgullo por esta hermosa tierra de ríos y montañas. La Normal fue la primera en abrir a las jóvenes la oportunidad de ser profesionales. Luego los enviaban “a civilizar”, a enseñar a leer y escribir, los números y la higiene moderna.
Según fallecían los primeros normalistas, mi madre insistía que entrevistase a un viejo y respetado maestro jubilado, don Pablo Ortiz, su vecino en David. Conversamos antes de su muerte. Esto me contó.
“El mismo año que me gradué,1930, nos nombraron y enviaron a lugares apartados de la provincia. A mi me tocó Cerro Viejo, zona indígena en los límites de Chiriquí con Veraguas. Gasté tres días en llegar. Como no había carretera me embarqué en Pedregal, en la gasolinera El Águila de los hermanos Halphen, de origen francés. Partimos con marea alta a las seis de la mañana. Salimos por la barra de Boca Brava. Bien de noche llegamos al estero del Santa Lucía y al puerto de Remedios. Allí me esperaban dos hombres a caballo.
“Tras dos días de andar, llegamos a Cerro Viejo, caserío 95% de indígenas. Me alojé con una familia latina que me dieron casa y comida por seis dólares al mes. Se llamaban Pablo Duarte y Dominga Murgas. No hacían potreros; tenían el ganado suelto por los rastrojos. Le llamaban ramos de ganado. La escuela era un rancho de pencas con piso de tierra. Como eran difícil salir, no fui a David en un año. Cuando regresé pedí traslado. Me dieron una escuela en un pueblo de la Línea del Ferrocarril de Chiriquí. Pero esa es otra historia”.
El autor es científico, antropólogo y escritor