Más de tres cuartas partes (78%) de quienes concurrieron a las urnas en Chile el domingo indicaron que querían una nueva constitución, en reemplazo de la ley fundamental vigente, impuesta en 1980, durante la dictadura militar (1973-1990). De ese alto porcentaje, el 79% ha preferido que la nueva carta magna sea redactada por una asamblea nacional constituyente.
Los votantes chilenos parecen tener bastante claro que el marco constitucional influye sobre las condiciones de vida de la población. Atribuye muchas de las exclusiones y vicisitudes de la actualidad chilena a la camisa de fuerza impuesta por el dictador Pinochet en 1980, con el fin de perpetuar en el ejercicio del poder a los grupos políticos y económicos que respaldaban al régimen militar.
Los panameños podemos aprender algunas lecciones del plebiscito chileno. Una constitución emanada de las entrañas de una dictadura no produce resultados democráticos, así haya tenido numerosas enmiendas, como ha ocurrido en Chile y Panamá.
Una constitución militarista jamás producirá resultados democráticos por dos motivos principales, que comparten Panamá y Chile. En primer lugar, una constitución militarista tiene un vicio de origen.
Fue impuesta por un régimen autoritario. Por ser producto de una imposición, no vincula al cuerpo social, no lo aglutina a su alrededor, no tiene legitimidad.
A diferencia de un sistema autocrático, sostenido por la fuerza de las armas, a una democracia la sostiene la fuerza de la legitimidad: el sentimiento de adhesión de la ciudadanía al sistema político, consagrado en la ley fundamental. Una constitución entronizada por el zarpazo militar carece de ese elemento político indispensable, llamado legitimidad, que es lo que en una democracia genera el respeto al orden jurídico y fomenta la convivencia pacífica.
La legitimidad surge de la participación de todo el conglomerado social en la elaboración y discusión de la carta magna. Todos los ciudadanos debemos participar en ese proceso, no como ocurrió en el pasado, cuando la constitución fue confeccionada por la dictadura y, posteriormente, emparchada por representantes de partidos atorados de corrupción, lo que ha terminado por convertirla en una colcha de retazos sin coherencia democrática.
En segundo lugar, una constitución militarista está hecha a la medida de los grupos y partidos que apoyan a la dictadura. En Chile, el régimen militar ideó el llamado “sistema binominal”, incorporado a la constitución a fin de garantizar que los partidos alineados con la autocracia mantuvieran una cuota de poder muy superior a su apoyo electoral.
No fue hasta 2018 que logró aplicarse un nuevo sistema electoral menos antidemocrático.
En Panamá, la constitución instauró un sistema de “representantes de corregimiento” que constituye, como indicó el finado constitucionalista Humberto E. Ricord, la base populachera de apoyo al partido dominante (PRD). Desde su infortunada creación en 1979, ese partido, engendrado por la dictadura militar, domina la política panameña.
A través del sistema de representantes de corregimiento, controla los consejos municipales, la burocracia estatal y la Asamblea Nacional, formada sobre circuitos electorales diseñados a partir de esos mismos corregimientos y de distritos municipales de baja dimensión.
Es cierto que la arquitectura institucional no representa una varita mágica para producir, automáticamente, un mejoramiento social. Pero, argüir que no tiene relevancia alguna, que da igual tener representantes de corregimiento que concejales—o “legisladrones” circuitales en vez de diputados provinciales o nacionales—es una soberana insensatez.
El impacto del diseño institucional sobre la vida política de los Estados es una realidad acerca de la que cavilaron ampliamente los clásicos. Montesquieu y Madison discurrieron sobre la necesidad de forjar normas adecuadas para fomentar el desarrollo de los pueblos.
Más recientemente, nada menos que el profesor Douglass North, premio Nobel de Economía (1993), escribió muy convincentemente acerca del papel de las instituciones para promover u obstaculizar el desarrollo. En algunos países, un marco institucional adecuado contribuyó a generar estabilidad política y capturar los beneficios económicos del desarrollo tecnológico (véase su ensayo titulado “Institutions”, publicado en Journal of Economic Perspectives, 1991).
En otros casos, un marco institucional problemático generó inequidades y frustración. De esto se ha dado cuenta el pueblo chileno, que el domingo tomó un primer paso para reparar y apuntalar su institucionalidad hacia un desarrollo incluyente y sostenible.
¿Cuándo despertaremos los panameños a la realidad que los chilenos ya han asumido?
El autor es politólogo e historiador y dirige la maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá.
