En momentos estelares de la historia patria el suelo istmeño se tiñó de sangre. Allí está el inconmensurable 9 de enero de 1964 que puso dolor, luto y sangre en la sociedad panameña. Diríamos que el sacrificio del pueblo tuvo posteriormente loables resultados, cuando se integró todo el territorio nacional a la jurisdicción del país, eliminando además la ignominiosa presencia del imperialismo.
Valió la pena el sacrificio, por lo que la sangre derramada de manera indeleble selló una etapa de la historia nacional.
El 20 de diciembre de 1989, transcurridos 25 años de aquella gesta de 1964, volvió a derramarse sangre panameña. Esta vez, de vuelta el imperio masacró a la población llevándola al sacrificio. No hubo razón válida para, de nuevo, poner dolor y luto en los panameños. No obstante, en estos actos hubo heroicidad en la sociedad nacional panameña. En ambos casos hubo un mismo agresor.
Pasado este evento, el país fue progresivamente entrando en una tímida vorágine de violencia que con el tiempo tomó fuerza. Cada vez más se iban perdiendo los controles y aparecían otros actores-nada edificantes- que se fueron tomando progresivamente el país. No se trataba de la lucha nacional por la reivindicación de la patria, eran ahora otros infames intereses los que hacían acto de presencia. Se trata hoy de la lucha por el poder delincuencial que ha encontrado aliados en sectores que deben estar al servicio de la seguridad del país.
El debate de ideas y de principios da paso al de las armas para saldar cuentas o para afincar un territorio como propio para el desarrollo de sus malsanas actividades. Es así como se fue perdiendo el país decente, el que con defectos y virtudes defendieron los estudiantes, los obreros, los campesinos, los profesionales y otros. La cara de violencia y de sangre es la que quieren darle a la patria los antinacionales a los que nada les importa el prestigio del país. No podemos y no debemos mostrar un rostro de inseguridad y de violencia, porque además no se construye la patria con la disputa entre grupos delincuenciales que ningún amor, consideración y respeto le tienen al suelo patrio.
El descontrol está a la vista. Las vidas jóvenes que se pierden pueden afectar el futuro de un país que tiene en ellos la esperanza de un mañana mejor. Las de las mujeres que nunca antes habían sido tan lapidadas como en la actualidad, duele y preocupa.
Pareciera que revertir la violencia por un Panamá distinto no es tarea fácil. Ya está golpeada la familia, la escuela, los grupos cívicos y hasta religiosos. Y mientras todo ocurre, el mandato constitucional de salvaguardar bienes, vida y honra de los asociados pareciera quedar como una expresión artificial que clama atención de parte de los gobernantes.
El gran problema es que no hay un programa de seguridad que le dé tranquilidad a la sociedad. Los personeros responsables de ello prefieren la aparición pública con discursos raros, los cuales a la postre no resuelven nada. Si no se detiene el derramamiento de sangre perderemos el país.