El peligroso poder de lo absurdo



Pedro Castillo, el profesor, sindicalista y el candidato que obtuvo más votos en la primera ronda de las elecciones presidenciales en Perú, ha dicho que se propone revisar la adhesión de su país al Pacto de San José, o lo que es lo mismo, la Convención Americana de Derechos Humanos. Además, se opone rotundamente a incorporar la perspectiva de género, es decir los mensajes de igualdad entre hombres y mujeres, así como el respeto a la diversidad, en las políticas educativas. Según ha afirmado, “le preocupa que se meta esa ideología en la cabeza de los niños”.

Se trata de un cada vez más extendido discurso de rechazo y menosprecio a los derechos humanos, con un fuerte arraigo en posturas conservadoras y religiosas. Acá lo conocemos bien. Han sido muy exitosos en impedir que los chicos más vulnerables del país reciban educación en salud sexual y reproductiva, sin que parezca importarles que sigan siendo abusados y violados, provocando una alarmante cifra de embarazos entre chicas condenadas a permanecer en el terrible ciclo de pobreza y desigualdad.

Ahora, en un nuevo capítulo de esta lamentable historia, la siempre histriónica diputada Zulay Rodríguez, decidió enfilar todos sus cañones contra dos convenciones internacionales sobre derechos humanos, llevados a la Asamblea Nacional para su ratificación por la Ministra de Relaciones Exteriores, Erika Mouynes.

El discurso de rechazo a las dos convenciones que buscan establecer estándares de protección a los adultos mayores por un lado, y evitar el racismo por el otro, es un claro ejemplo de manipulación y distorsión de los hechos.

En el caso de la Convención Interamericana contra el racismo, la discriminación racial y formas conexas de intolerancia, el ataque de la diputada se centró en que se trata de un documento que impediría al país tener una política migratoria independiente. Su descabellado argumento le permitió, por supuesto, hablar de su larga y sacrificada lucha en defensa de los panameños y contra esos terribles extranjeros que vienen a Panamá, nos quitan los trabajos y se llevan el dinero para sus países.

Pero, ¿qué relación puede haber entre una convención contra el racismo y la intolerancia, con el derecho de cada país a establecer su política migratoria? Obviamente ninguna, pero el discurso que desafía la lógica, tergiversa el significado de las palabras y utiliza los miedos exitosamente, se pasea estos días orondo por el Palacio Justo Arosemena.

Algo similar ocurrió con su peculiar interpretación sobre la Convención Interamericana de los Derechos de las Personas mayores. Se trata, asegura, de un instrumento que lesiona los derechos de los padres a educar a sus hijos, como parte de una conspiración internacional en la que, además, intervienen las representantes panameñas ante Naciones Unidas y la Organización de Estados Americanos, Markova Concepción y María Roquebert, así como Esmeralda de Troitiño, miembro de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Un complot femenino, por lo visto.

La línea argumental de la diputada Rodríguez constituye un ejemplo de asombroso absurdo, al vincular la obligación que establece la Convención de incorporar la perspectiva de género en las políticas de protección de los adultos mayores, con el derecho de los padres a educar a sus hijos. Es decir, proteger a los adultos mayores de ser discriminados por su género y orientación sexual, constituye para la diputada Rodríguez un atentado contra los derechos de los padres de familia.

A pesar de la absoluta falta de lógica en tales afirmaciones, el tema le permite gritar, gesticular, amenazar y, sobre todo, ganar simpatías entre quienes creen que sus creencias religiosas son normas que deben ser acatadas por todos. El cálculo político es evidente.

Como era de esperarse, se trataba solo del inicio. El conocido coro de fundamentalistas religiosos y conservadores varios, salió también a la palestra a expresar con la contundencia que conocemos, su rechazo a las citadas convenciones, alegando todo tipo de amenazas a la familia.

Sin embargo, en esta ocasión se superaron. Uno de sus voceros afirmó que Panamá no requiere ninguna política pública que impulse la igualdad entre hombres y mujeres, porque esa igualdad había sido ya alcanzada. Y como prueba, citaron el hecho de que habíamos tenido una mujer presidenta.

Tanta liviandad asombra y tanto dislate asusta. Además, nos advierte del peligro que está enfrentando nuestra democracia, nuestra república. Cuando los discursos de exclusión logran los apoyos que vemos, cuando ciudadanos supuestamente educados no son capaces de ver con claridad que sus particulares creencias religiosas no pueden convertirse en políticas públicas porque la diversidad hay que protegerla, cuando vemos cómo se ataca la institucionalidad internacional surgida para defender los derechos humanos, es momento de preocuparnos.

La autora es periodista, abogada y activista de derechos humanos

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