“Deje de motivar a la gente para que cometa potenciales actos de violencia, alguien va a salir herido… a alguien le van a disparar.....”, comentó con evidente angustia en diciembre pasado Gabriel Sterling, funcionario electoral republicado del Estado de Georgia.
Las palabras de Sterling iban dirigidas al presidente Donald Trump, ante sus imparables, irracionales y violentos alegatos de un fraude electoral que nunca pudo probar. Eran palabras cargadas de sensatez que, desgraciadamente, se convirtieron en realidad el pasado 6 de enero, con la toma del Capitolio por una turba de fanáticos convencidos de la existencia de una confabulación para despojar del poder a su líder.
En realidad, y a pesar de las chocantes imágenes de lo sucedido en el centro del poder de Estados Unidos, no deberíamos habernos sorprendido tanto. La ruta hacia el violento desenlace empezó a cimentarse desde la primera campaña electoral que llevó a Donald Trump a la Casa Blanca -dejando un reguero de muertos republicanos en el camino que luego se sumaron sin escrúpulo al coro de aduladores-, cuando se impuso el juego sucio y, sobre todo, la mentira.
La palabra tiene fuerza, ya lo sabemos; especialmente cuando se dice desde una posición de poder. Tiene mucho impacto cuando logra la complicidad de quienes privilegian su interés a la verdad, incluyendo los medios de comunicación que solo vieron el dólar de los ratings, o los periodistas que hoy buscan “likes” más que el rigor.
Allí está lo sucedido a la comunidad latina de Estados Unidos, cuando Trump dijo en campaña aquello de que los inmigrantes mexicanos eran en su mayoría “violadores y narcotraficantes”. A partir de entonces, empezaron a sufrir maltratos e insultos de parte de quienes hasta el momento habían sido pacíficos vecinos. De repente, el racismo siempre latente, pasó a tener carta de naturaleza, y Donald Trump era quien la otorgaba.
Y la violencia se hizo carne… para seguir con el lenguaje bíblico. Allí queda para la historia del horror de estos años, la masacre ocurrida en agosto de 2019 en El Paso, cuando un hombre de 21 abrió fuego en una tienda Walmark, asesinando a 23 personas para impedir una “invasión hispana”. Esa “invasión de hispanos criminales” mencionada por Trump una y otra vez.
Imposible olvidar lo sucedido en Charlottesville, a donde acudieron grupos ultraderechistas envalentonados por la retórica de Trump, quien fue incapaz de condenar lo muerte de una mujer que se enfrentó a la turba de enloquecidos racistas. “Había buena gente en ambos lados” dijo, dando su bendición al horror.
Y que decir de los ataques verbales de Trump contra la prensa y los periodistas, a quien llamó “enemigos del pueblo”. Al calificar como “fake news” todo aquello que dejaba en evidencia su incompetencia o su desprecio al estado de Derecho, logró que la mentira se transformara en verdad para millones a lo largo y ancho de un país quebrado por tantas y complejas razones.
En cada una de las crisis ocurridas durante su mandato, Trump eligió la palabra incendiaria, la justificación a la violencia. “Cuando empiezas los saqueos, empiezan los tiros”, escribió sobre los sucesos ocurridos tras el asesinato de George Floyd. “Parece que corría peligro”, fue su comentario cuando Kyle Ritterhouse -un menor fanatizado- mató a dos personas e hirió a otras dos durante los episodios de violencia en Kenosha.
Durante el debate electoral del 29 de septiembre de 2020, en el que no paró de interrumpir a Joe Biden como un matón de barrio, dio una clara instrucción a los Proud Boys -un grupo de violentos que lo apoyan-: “dad un paso atrás y permaneced a la espera”.
Así lo hicieron. Y junto a tantos otros como Ashli Babbit -la furibunda trumpista que murió mientras intentaba entrar a la fuerza a los recintos del Capitolio-, agrupados en una variopinta gama de insatisfechos, perdedores, angustiados, fanatizados estadounidenses que creen ciegamente en las alucinadas historias esparcidas exitosamente por QAnon -ese mundo paralelo que, tristemente, tiene sus adeptos y militantes en Panamá-, acudieron al llamado de Trump el 6 de enero y siguieron sus instrucciones de “no ser débiles”.
Primero fue el verbo, dice uno de los libros sagrados seguidos por tantos en el planeta. Yo diría que es cierto; la palabra tiene un enorme poder. La palabra informada y responsable abre puertas a nuevos mundos y conocimientos, nos cuenta historias que deberían alertarnos de los peligros de iluminados y fanáticos; pero también sirve para mentir.
Justo por eso, quienes usamos la palabra como herramienta de trabajo, o aquellos privilegiados que saben que su palabra tiene eco y resuena con fuerza, tenemos y tienen la enorme responsabilidad de escogerlas con cuidado. Siempre se hace carne, para bien y para mal.
La autora es periodista, abogada y activista de derechos humanos.