Érase 1970, la sociedad se estremecía con una obra que sorprendía el mundo, Everett Reimer procuraba contar la tragedia de sus fracasos reformando la educación. Centrado en el micro mundo de la escuela, hacía preguntas tan elementales como “¿Qué son las escuelas?”, “El papel revolucionario de la educación” o “Lo que cada uno de nosotros puede hacer”. Esta última expresión debe invitarnos a la reflexión.
Una educación latinoamericana desdibujada de su contexto sociocultural se conecta cada vez a los intereses de una racionalidad moderna enfocada a lo global, como fenómeno educativo excluyente. Una reforma educativa no nacida en nuestro país fue el presagio de la derrota de la educación panameña, de un triunfo épico de héroes y heroínas que decidieron por todos y todas, cuya expresión decadente confunde el gasto en tecnología con modernización de la educación, la inversión en información con conocimiento, que dificulta el desarrollo de un modelo pedagógico sostenido y creciente que centre su esfuerzo en enseñar a pensar.
Lo cierto es que las anti-reformas “ideológicas” de la década de 1970 para algunos ya no dan cuenta de un proceso educativo que cambia vertiginosamente, el cual nos recuerda la frase que dice: que el no progresa retrocede. Muchas veces el miedo a lo desconocido es capaz de amenazar nuestras zonas de confort y hacernos olvidar a quién nos debemos, cuál es la vocación a la que servimos, con la inherente fragilidad de la renuncia a la mística de trabajo, la cual al inscribirse dentro de un contexto amenazador plagado de anomias pedagógicas, olvida que el valor más noble es la humildad de reconocer que sin el consorcio de los demás el retroceso es inevitable. Oficial o pública, su mercantilización parece inevitable, de colegios que cobran altos precios por estándares equiparables solo con ellos mismos y de universidades de garaje que fomentan un titulismo descarado.
El tiempo se agota, decía el sociólogo y filósofo francés Edgar Morín, hay que curar la ceguera del conocimiento, yo diría la del desconocimiento de aquellos que en todos los niveles del sistema insultan la inteligencia de los panameños que realmente quieren ver una transformación, y que piensan y sienten que la educación es un derecho relacionado con la vida misma.
No podemos vender noticias creando crisis y sofismas que distraen la atención del problema real que representa la profunda fragmentación y politización de la educación. La educación es una concepción abstracta que toma vida cuando lo enfocamos a los seres humanos, le ponemos rostro, el nuestro o el de nuestros relativos. Si la educación no es útil no tiene sentido, si no se corresponde con la realidad, si no es transformadora continuaremos con el récord de tener muchos y buenos recursos, pero sin resultados visibles.
La mediocridad medieval de muchos pensadores criollos nos dice que no es solo un asunto de ministros de lujo, o de gremios organizados, o de padres de familia, o alumnos, y aunque parece un problema estructural su transformación tiene que ver actitudes y aptitudes, con renuncia al egoísmo disfrazado de pensamiento complejo. Es un buen momento antes de que la agonía se profundice y se enmarañe más con la burocracia del Estado y la ausencia de políticas públicas que superen la creatividad de cada administración, impidiendo que el presente educativo supere este viejo esquema tomista, escolástico, memorístico y constructivista de la educación.
Seguimos pensando que la memoria es sinónimo de inteligencia, que los ciertos y falsos son instrumentos de evaluación, que de seguro desarrollarán nuestra capacidad de adivinación y de predicción del futuro. Presenciamos la derrota no solo de la sociedad del conocimiento, sino de aquella cargada de información, donde el estudiante es incapaz de procesar, analizar, donde copiamos, pegamos sin reflexión y ni visión crítica, lo que en el peor de los casos nos coloca como analfabetos funcionales, incapaces de resolver los enigmas más simples de la vida cotidiana, que nos impiden prepararnos para una vida, pero con dignidad y progreso.
Cada día vemos alrededor a todos aquellos que, con lenguaje burdo y expresiones cajoneras, dan cuenta de la crisis de valores educativos que truncan sueños, ilusiones y esperanzas, que convierten la relación docente–dicente en una educación bancaria como la llamó Paulo Freire, donde se deposita conocimiento y al final el balance es igual a cero. Pero seamos valientes, pongamos la culpa en nosotros, si no se sabe a dónde se va todo los caminos serán buenos. Levantemos el secuestro de la educación, la demanda social impele que es tiempo de volver a los consensos máximos rectores del conocimiento señalados por Habermas, tiempo de liberar la presión que pende sobre el sistema educativo, de los micro–poderes de Michel Foucault, ejercidos por los agentes educativos, el poder no es un institución o cierta fuerza con la que están investidas determinadas personas, poder significa relaciones, una red organizada, jerarquizada y coordinada, todos hemos sido depositarios de la confianza de la transformación de la educación.
Volvamos a las preguntas de Reimer en 1970 y repensemos más allá de nosotros mismos “Lo que cada uno de nosotros puede hacer”, no más diagnósticos, ni modelos importados, es momento de actuar, utilicemos algunos verbos sugestivos como des–construir, des–aprender, repensar, recrear, reorientar, conducir, regular; pensemos en cuáles objetivos y qué fines educativos queremos alcanzar, al menos los básicos. Superemos el esquema del siglo XIX aplicado hoy a estudiantes del siglo XXI, replanteando la educación extensiva por una cualitativamente diferente.
Conectemos la universidad con las necesidades del modelo de desarrollo vigente ajustado a la realidad nacional; dejemos el titulismo aparente y naveguemos por las aguas profundas de la reflexión, el análisis y la transformación comprometida.