“En América Latina, la utopía no alcanzada, el holy grail, es el Estado de Derecho. Esa es la clave de todo. Sin Estado de Derecho, sin policías y jueces limpios, para hablar claro, no hay posibilidades de democracia, estabilidad social e igualdad social y económica”, comentaba hace unos días con su habitual contundencia, el destacado periodista Jon Lee Anderson.
La rigurosa afirmación coincidió con el día de la democracia; una de esas fechas designadas por la comunidad internacional para llamar la atención y sensibilizar sobre temas sin resolver. Y bueno, no hay duda de que la democracia no solo tiene problemas hace rato aquí y allá, sino que la actual crisis de salud pública ha dejado en evidencia sus graves falencias y distorsiones.
No en vano la declaración impulsada estos días por la Fundación Fernando Henrique Cardoso, el Instituto para la Democracia y la Asistencia Electoral (IDEA) y la Fundación para la Democracia y el Desarrollo, es un contundente llamado a cuidarla, para que no sea víctima de la pandemia que vive la humanidad.
El documento advierte que “la crisis representa un campanazo de alerta que demanda la necesidad de impulsar medidas dirigidas a superar los actuales niveles de desigualdad, pobreza e informalidad, los cuales constituyen no solo el principal obstáculo al desarrollo, sino también el caldo de cultivo para las soluciones populistas y/o autoritarias”, así como “la violencia criminal organizada”. Suena muy conocido.
En Panamá hace rato que sabemos que la cosa no va bien. Y en la búsqueda del camino a seguir, a estas alturas del siglo XXI -exactamente en el 2020 que soñaron quienes participaron en aquella Visión Nacional- sobran los informes, hojas de ruta, pactos fallidos y diálogos que parecen exitosos pero que no logran los cambios acordados. Hasta ahora, ha imperado el status quo, las prebendas, el destructor clientelismo, así como la falta de voluntad desde la política, el poder económico e incluso desde las organizaciones gremiales y sindicales. Mantener el privilegio -los grandes y los pequeños-, ha sido la pesada ancla que impide el cambio necesario.
El Estado de Derecho sigue siendo una quimera en Panamá -como el santo grial que menciona John Lee-, mientras esperamos cada cinco años que el presidente electo cumpla con lo prometido en campaña. Seguimos, como los absurdos personajes de la obra de Beckett, esperando lo que nunca llega.
Es obvio que necesitamos un nuevo Pacto Social, una nueva Constitución, nuevas reglas electorales. Sin embargo, hasta el momento nos hemos conformado con parches -tanto a la Constitución como al Código Electoral- que no han mejorado la calidad de la representación, ni han garantizado el rendimiento de cuentas, la independencia de la justicia, la calidad de los servicios público.
Treinta años después de la terrible invasión que terminó con la dictadura militar, los tres Órganos del Estado y casi todas las instituciones de control están en decadencia.
Si hoy la impunidad es la regla y no la excepción, es porque el Órgano Judicial ha sido secuestrado por el poder -el político, el dinero que produce las mil formas de la corrupción o el crimen organizado-, y aunque de vez en cuando surgen jueces en Dinamarca, en términos generales los operadores de justicia son cómplices del estado de cosas.
El Órgano Ejecutivo es hoy víctima de la insensatez de los partidos políticos. Cada cinco años, con el inicio de un nuevo Gobierno, se produce una lamentable pérdida de experiencia y conocimiento con la “desvinculación” -para usar el término de moda- de miles de funcionarios, y su reemplazo por inexpertos y poco calificados militantes del partido triunfante. El resultado es una Administración Pública ineficiente, paralizada y corrupta.
Finalmente tenemos a la Asamblea Nacional, el lugar donde se cocina a fuego lento y con todo descaro el brebaje clientelar. Otra vez aquí, los partidos políticos son las primeras víctimas de sus procesos internos de búsqueda de adherentes y selección de candidatos. Pierden los mejores, gracias al control que logran esos populares y oscuros personajes llegados al partido sin compromiso con ideología o proyecto colectivo alguno. La resistencia al cambio allí es autoprotección.
Y así estamos, como Estragon y Vladimir, esperando. Al igual que en el teatro de lo absurdo, estamos en un constante ciclo de repeticiones, repeticiones y repeticiones, que revelan un asombroso sinsentido. Aquí seguimos pues, esperando inútilmente a Godot.
La autora es periodista, abogada y activista de derechos humanos