Una noticia resume la cuestión: “el presidente Luiz Inácio Lula Da Silva suspendió a todos los miembros de la Agencia Brasileña de Inteligencia a la espera de que una comisión legislativa aclare el caso del ‘pinchazo’ de una conversación entre el presidente del Tribunal Supremo Federal, Filmar Mendes, y el senador opositor Demóstenes Torres”. Continúa: “En Guatemala, el espionaje fue contra el presidente Álvaro Colom, quien denunció el hallazgo de al menos siete aparatos de espionaje en la Casa Presidencial, su oficina privada y su residencia.
La denuncia de Colom provocó que un tribunal ordenara la captura del ex jefe de la seguridad presidencial, Carlos Quintanilla, y del ex secretario de Análisis Estratégico, Gustavo Solano”. Según el despacho, el Gobierno panameño, “a través del Consejo de Seguridad Pública y Defensa Nacional, compró, de manera directa, equipos que permiten espiar a usuarios de la telefonía, entre otros aparatos. Y se gestiona una compra igual para la Policía Nacional. Las compras son directas a la empresa Interamerican Police Security Distributors por un precio conjunto de 557 mil 712 dólares”.
De esta manera, los responsables de la seguridad interfirieron los teléfonos y espiaron a los más altos funcionarios de Guatemala y Brasil. Como no es posible que estos instruyeran u ordenaran espiarse a sí mismos para cuidarse de cometer inconscientemente –como si fuesen sonámbulos– actos terroristas o de colaborar con enemigos externos, preguntamos: ¿para quiénes espían y con qué objetivos? ¿Son los pinchazos compatibles con un estado de derecho? ¿Quién les ordena espiar a los mandatarios?
Cae de su peso que, si los encargados de la seguridad llevan a cabo una actividad no autorizada ni conocida por su propio presidente, es porque un poder distinto y por encima del suyo se ha arrogado la atribución de intervenir en sus asuntos. Si se espía para controlar a presuntos “enemigos internos” (como bajo la doctrina de Seguridad Nacional), el espionaje no cumplirá con un fin legítimo y la actividad será, casi seguramente, inconstitucional. Si el aparato de la seguridad se somete a un poder externo sin conocimiento del gobierno, los responsables de la seguridad cometerían el delito de traición a la patria, y la potencia interventora estaría violando la soberanía nacional. Si el control externo de la seguridad nacional no es rechazado sino tolerado o aprobado, el país de que se trate ya no sería un Estado sino una dependencia colonial, un territorio ultramarino, un protectorado, una guarnición militar o un Forward Operating Location (FOL).
Los pinchazos y demás pueden ser útiles para proteger a los mandatarios de amenazas terroristas o del crimen organizado, pero, ¿por qué lo hacen sin su consentimiento? La información recabada puede ser de carácter privado y ser empleada para cualquier, reitero, cualquier otro fin. Pero, si a los mismos presidentes los pinchan, ¿cómo no pincharán a los pobres mortales?
En el caso de Brasil, suspendieron a todos los miembros de la “inteligencia”. En Guatemala, encarcelaron al jefe de la seguridad presidencial y al secretario de Análisis Estratégico. En Panamá, ¿cómo ha de calificarse la aprobación por parte del Presidente de la República de un decreto–ley que permite pinchar (y dejémonos de leguleyadas) sin restricciones de ninguna clase? ¿Podrá el presidente Martín Torrijos, en caso de ser espiado, despedir o encarcelar a los responsables y cancelar la operación? Lo dudo. ¿Qué rol juega en esto el espía español dentro del aparato de la seguridad presidencial, acusado de pinchar el teléfono del mismísimo rey Juan Carlos, o el ciudadano estadounidense que funge como asesor de seguridad nacional en el ministerio de relaciones exteriores?
El que espía y pincha siempre goza de impunidad, y esa impunidad puede ser el vientre nutricio del próximo dictador o dictadora, de asesinos patológicos al acecho y en la sombra, porque, a ellos, ¿quién los espía? De ellos, ¿quién nos protege?
El autor es escritor