Hace algunos años escuché por primera vez aquello de “reinventarse”, posibilidad que no existía antes (o quizás siempre estuvo, sin el vocablo que la definiera) y lo complacida que me sentí tomando consciencia de las muchas veces que ya yo me había reinventado.
Uno no se reinventa para mirar con más placer la imagen en el espejo. Lo hacemos cuando el camino que seguíamos se convierte en una vía sin salida, y cuando, con suerte, avizoramos alternativas.
Llevo reiniciado muchas veces el contexto de mi vida, y me satisface que al llegar a cada nuevo estadio – a pesar del temor y la inseguridad - he sido mejor. La urgencia de la crisis me obligaba a desenrollar un poco más el ovillo de mi potencial.
A estas alturas del juego, daba por sentado que me había reinventado lo suficiente, y seguramente estaban agotadas mis versiones.
¿Cómo imaginar que trancándose la puerta e inmovilizando mi auto, estaría obligada a desenterrar una representación más de mí?
Pero esta vez es un acto compartido. Cada uno en su aislamiento, miraremos la moneda que nos entregó el destino: el anverso es angustioso; pero en el reverso, y en relieve, vuela el águila de la oportunidad.
Cada día nos regala libertad. Sin listas ni compromisos, es una página en blanco donde podemos garabatear.
La lectura es mi reina, y ya leí en ecuánime tranquilidad Nuestra Herencia Oriental, de Will Durant, mil páginas, donde aprendí tantas cosas que desconocía: las civilizaciones maravillosas que existieron en Sumeria, Egipto, Babilonia, Judea, Persia, India, China, Japón.
Comparto uno de numerosos subrayados: “Es característico del pensamiento chino que no habla de santos sino de sabios, y no de ser bueno sino de buscar la sabiduría.”
Cada día en cuarentena podemos esbozar un nuevo yo. Saquémosle provecho a esa innata veta dorada.
Miro por la ventana… se oculta el sol; su luz vibrante parece decir: ¡quedémonos en casa; más difícil es resucitar!
La autora es escritora