Estoy de acuerdo con el escritor francés Charles Nodier en eso que dicen que decía él sobre los libros: “después del placer de poseerlos no hay cosa más dulce que hablar de ellos”, porque esa conversación, ese inventario sentimental e intelectual nos acerca a la parte fundamental de las sociedades: su idiosincrasia.
Las sociedades que no hablan de sus libros están expuestas a no conocerse nunca. La literatura es una suerte de espejo que devuelve al individuo su parte menos conocida y procura reconciliarle con quien es y con el siglo que le ha tocado vivir. Las pocas certezas que podemos defender en Historia tienen su firmeza en la intrahistoria que podemos aprender a través de los textos de los escritores.
Sabemos mucho más de Panamá por Pernett y Morales o Ruiloba o Moravia Ochoa o Rosa María Britton, sin contar a los Arroyo, Jaramillo Levi, Endara, Giovanna Benedetti, Griselda López y una larga lista de grandes escritores que con sus “Desertores”, “Plenilunio” o “El puente”, han logrado extraer el alma nacional para poder asirla templada de vida, lejos de la frialdad de los hechos solos.
Por eso me gusta hablar y escribir de libros. Los escritores creamos personajes de tinta y papel que encarnan lo que la Historia no dice, que hacen sonar la salsa de los días aquellos, que recuerdan sintonías de la radio o que reparan en la serpentina de un pretérito carnaval que los lectores recuerdan. Así, los hechos cobran todo el sentido, se dotan de un alma para ser recordados y convertidos en patrimonio.
Estando en Panamá fui a casa de un gran amigo escritor. Hubo vino, comida y buena conversa, hubo visita a su santuario de escritura, hubo por mi parte aguaitadera de libros, hubo intercambio de comentarios sobre libros comunes, hubo ganas de seguir leyendo y escribiendo, “carpe diem”, me dijo, y al día siguiente tuve ganas de leerme el mundo y contarlo a los cuatro vientos.
El autor es escritor