Debo aceptar que este fin de año se ha tornado especialmente duro para mí, ya que me he conmovido con la inesperada desaparición física de personas que, dada su juventud y su conducta ejemplar, debieron acompañarnos más tiempo en este espacio terrenal.
Esa tristeza filosófica a veces nos convierte en seres renegados. Se multiplican los por qué y se llena de dudas nuestra conciencia al percibir que el universo en ocasiones funciona como un sistema injusto, donde los infortunios nos golpean con una premeditación casi calculada.
Meditando en esas humanas dudas, mi esposa y yo nos reunimos, como solemos hacerlo de tiempo en tiempo, con nuestra amiga Stella Hammerschlag. Stella es un ser especial ya que le rinde culto a la sinceridad y expresa su amistad con un atildado derroche.
Aquella noche la conversación fue profusa. Esta versó sobre los tiempos actuales y sobre las desgarradoras pruebas que nos impone la vida. De repente, y en medio del singular coloquio, Stella nos cautivó con la historia de Sarita, una mujer que había conocido en su más reciente viaje a Italia.
Ella nos relató que conoció a Sarita a propósito de coincidir en una de las giras turísticas que componían su excursión. Le extrañó que una mujer octogenaria viajara sola y que lo hiciera con tanta serenidad, y con la jovialidad que muchos han perdido antes de entrar en la edad provecta.
Al surgir la confianza, descubrió que a Sarita la acompañaba una historia desgarradora. Se enteró de que ella era una inmigrante que había llegado a Argentina proveniente de Europa, buscando nuevos horizontes y tratando de huir de la odiosa persecución nazi. Asentada en su segunda patria, construyó una familia que le ayudó a olvidar el pasado y a pensar con alegría en el futuro.
La vida de Sarita dio un giro extraordinario cuando su esposo falleció de un fulminante ataque al corazón. No acababa de mitigar sus penas, cuando su hijo fue secuestrado por las hordas militares argentinas que, sin Dios ni ley, le arrebataron un pedazo de sus entrañas. Sarita, con esa determinación propia de las madres, recorre la geografía de la desesperación hasta llegar a Holanda. Tenía el propósito de buscar apoyo internacional para lograr que su hijo apareciera.
En medio de esa tristeza indescriptible, otro golpe lacera el alma de Sarita. Mientras buscaba solidaridad para que se descubriera el paradero de su hijo, le anuncian que su hija embarazada había sufrido un accidente en Venezuela. La realidad nuevamente presentaba su rostro aterrador, ya que su hija muere aunque los médicos logran salvar a su nieta.
Al escuchar este relato palpitaba mi corazón a mayor velocidad, porque no me explicaba cómo una persona podía darle tantas vueltas al dolor.
Pese a la crueldad del destino, Sarita siguió su ruta, siempre con el ánimo que da la resignación y la fe. Ella había cumplido con sus sentimientos y sabe que tendrá la oportunidad de reencontrarse con sus seres queridos en un lugar donde no habrá tristezas y donde el amor no será vencido.
Me gustaría conocer a Sarita para ver en sus ojos el dulce color de la espiritualidad; para sentir, a través de sus manos, la sensación que me conecte, permanentemente, con esos espacios serenos que solo otorga el deber cumplido.
En esta Navidad solo ruego al Señor estar a la altura de ese ejemplo. Espero que mi vida siempre tenga el sentido de los valores esenciales de la existencia humana, y que pueda transmitirlos a mis familiares y amigos. No pido más.
