Imaginemos. El principal partido político de un país cualquiera se prepara para enfrentar la renovación de su dirigencia, mediante un proceso presuntamente democrático. Se trata, además, de un partido que ganó las últimas elecciones generales de ese país cualquiera. En consecuencia, y siguiendo una arraigada tradición, utilizan la planilla estatal como botín político. Son tiempos de bonanza para ese partido y su gente.
Imaginemos un miembro no tan cualquiera de ese partido; una persona con mucho poder en el gobierno, casi como si fuera el mismo presidente de la República. Imaginemos que no está satisfecho con lo mucho que ha logrado a pesar de su aparente cortedad. Imaginemos que quiere ser presidente del país. Para ello, necesita controlar el partido y eliminar del camino a los que, con más conocimiento, recorrido y experiencia, le hacen sombra.
La estudiada estrategia de este político con mucho poder se ha ido ejecutando paso a paso, desde que su partido tomara control del gobierno. Tener contentos a cada uno de los copartidarios con derecho a voto en el próximo congreso, ha sido una tarea a la que se ha dedicado con ahínco y precisión. Su objetivo es que sean felices, agradecidos y fieles, por lo que ha gestionado que cada uno de ellos sea nombrado en alguna de las instituciones del Estado a lo largo y ancho del país, sin que importe si tienen o no las calificaciones profesionales que se requieren. Se trata de un beneficio que sale directamente de su mano, con su autorización. Por eso, se empeña en que sepan que ese cheque que reciben cada quincena depende de él. Así como lo reciben, podrían perderlo. El miedo siempre ha sido una buena estrategia.
Imaginemos entonces el día de las elecciones internas de ese partido imaginario, donde todo el que quiera conservar su trabajo, el de sus parientes y algún que otro beneficio, obedecerá las instrucciones y emitirá su voto a favor de la nómina del poderoso funcionario que se ha propuesto ser presidente. No habrá la más mínima posibilidad de disidencia. Quien pretenda plantear alguna contradicción durante el congreso, sabe que lo pagará caro. Debatir ideas como parte de una vida partidaria normal, es impensable.
Tras los resultados y la falsa expresión de sorpresa del elegido, algunos -los menos- decidirán abandonar el partido donde siempre militaron, donde se formaron ideológicamente cuando las ideas y los objetivos nacionales eran parte de la senda por construir y andar. Son nuevos tiempos; tiempos de levedad y sobrevivencia.
Esta historia es completamente imaginaria y cualquier parecido con la realidad sería una extraña coincidencia. Sin embargo, como pasa muy a menudo, la realidad suele superar a la ficción y si miramos alrededor con detenimiento, no queda más que el espanto. La degeneración de la vida partidaria, de la política y en consecuencia de la democracia se extiende peligrosamente. Y no solo en Panamá.
El tema de la decadencia de los partidos y su repercusión en el desempeño democrático fue objeto de profundos estudios y reflexiones por el malogrado politólogo irlandés Peter Mair, quien llegó a señalar que “la era de la democracia de los partidos ha pasado”. En su obra póstuma “Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental”, Mair plantea que a partir de 1990, las instituciones políticas de la sociedad entraron en una profunda crisis que se podría segmentar en tres frentes: crisis política, crisis de la democracia y de los partidos. Estas tres crisis juntas y combinadas, forman un coctel explosivo y letal para la vida política de la sociedad contemporánea y, finalmente, producen una profunda crisis institucional en todos los sentidos. Habla mayormente de Europa, pero en realidad es justo lo que estamos viviendo; es justo lo que vemos y sufrimos todos los días.
“Aunque los partidos permanecen, se han desconectado hasta tal punto de la sociedad en general y están empeñados en una clase de competición que es tan carente de significado que ya no parecen capaces de ser soporte de la democracia en su forma presente”, escribía Mair antes de morir en 2011. Aquí en este pequeño país de solo cuatro millones mal contados, lo estamos viendo con toda claridad.
Así estamos, a mitad del mandato del actual gobierno y con una pandemia de por medio, enfrentando una peligrosa crisis en esas instituciones vitales para el sistema democrático. Y viéndolos actuar, parece que no se han enterado. Siguen en alegre tuna por la senda del destructor clientelismo, sin ideas que sustenten políticas públicas coherentes para enfrentar tanta desigualdad y creyendo que el crecimiento es desarrollo, mientras el pensamiento anti derechos sustentado en una creciente religiosidad, alimenta el autoritarismo agazapado.
El escenario produce escalofríos. Por eso, urge imaginar otros donde el cambio sea posible antes del descalabro. Es urgente que imaginemos y actuemos.
La autora es presidente de la Fundación Libertad Ciudadana, capítulo panameño de TI