“Frustración, indignación y sorpresa causó en las altas esferas del gobierno panameño el veredicto que el lunes declaró inocentes a siete militares, acusados de participar en el asesinato del opositor Hugo Spadafora Franco, ocurrido hace ocho años, informaron ayer fuentes oficiales... El fallo de los tribunales fue atroz y por ello debe provocar la reacción del pueblo, al que se le han burlado sus exigencias de justicia … Aunque el jurado de conciencia declaró inocentes a los acusados, la mayor parte de los panameños los considera culpables, por lo que la población podría rebelarse contra los tribunales. Por el momento, el balance del repudio al veredicto ha dejado a más de sesenta detenidos, tiendas saqueadas y varios heridos por perdigones, todo ello en la provincia de Chiriquí.”
Así reportaba El Tiempo, diario colombiano de larga trayectoria, las reacciones en el país aquel oprobioso lunes 6 de septiembre de 1993. Recuerdo con detalle aquel día. La incredulidad, el espanto. Gritarle a la televisión, esperar los periódicos al día siguiente para leer los detalles. Era inconcebible que ese jurado de conciencia juzgara como “inocentes” a esas siete personas, después de escuchar cosas como las que aquí parafraseo: cuando lo detuve estaba vivo, cuando lo vi ya estaba muerto, cuando me entregaron el cadáver ya estaba sin cabeza… Los siete admitían -palabras más, palabras menos- un rol en el asesinato, eran los ejecutores, los mandaderos. Al que se consideraba el autor intelectual, el exdictador Noriega, gozaba de paz material en una celda en Miami, cumpliendo condena de 40 años por narco tráfico y otros delitos. Todos los acusados ejercieron su derecho de no incriminarse y ninguno confesó directamente. Y por ello el jurado los dejó libres. Cero entendimiento de su labor y su deber.
Los días siguientes hubo grandes especulaciones sobre los jurados de conciencia en Panamá, su capacidad de entender y valorar las pruebas, de resistir a la penetración del dinero, a los intereses de los acusados. Su vulnerabilidad al entorno. Sobre todo, de su valentía personal e independencia. (¿Por qué voy a ser yo el más p... que se expone a la venganza en un país donde nadie paga por lo que hace?) En el Código Procesal Penal vigente en ese tiempo, pocos eran los delitos que se decidían por jurado de conciencia. Sellado quedó en el imaginario colectivo que nos acercaríamos más a la justicia a través de juicios en derechos, dirimidos por jueces/operadores de justicia que fallaran en derecho. Y en la última década, la gran promesa del Sistema Penal Acusatorio, donde se deben salvaguardar las garantías del procesado al tiempo que se juzga en derecho.
Era mi primera experiencia consciente de ese cáncer, sobre el que profesores en la Facultad de Derecho nos habían advertido; sobre él se tejían anécdotas de un sistema de justicia al mejor postor y lacayo del poder presidencial, una de las muchas justificaciones estructurales que usaron los ideólogos de la dictadura, un par de años después del golpe de Estado. Un mal del que también me habían hablado familiares de la generación que me antecede y que ha tenido diversas caracterizaciones en el prontuario popular, como la Patria Boba (me perdonan pedir prestado el término colombiano, total luego fuimos departamento de esa Patria) y quedó plasmado en blanco y negro en la Constitución del dictador Torrijos en 1972: la impunidad como doctrina de la impotencia en la patria de los intereses rampantes.
Llevamos 32 años en esta tercera (¿o cuarta?) república, tratando de encontrar una fórmula que nos acerque al ideal de justicia que es parte intrínseca de un sistema democrático y un Estado de derecho. Pero seguimos fallando. Los males han sido ampliamente diagnosticados: injerencia indebida de los otros dos poderes sobre el Órgano Judicial, falta de independencia, falta de carrera judicial, problemas que parecen estar en el ADN de la institución y que las reformas constitucionales posteriores al 72 no han podido solucionar. Reformas de leyes y códigos que por sí mismos no pueden resolver el problema que parece principal: los jueces, magistrados y operadores de justicia. El inventario de casos de corrupción en la esfera pública, donde ha imperado la impunidad –por multiplicidad de causas—, está en los dobles dígitos. Nadie responde. Nadie asume. Fuenteovejuna versión criolla.
Ya sabe el lector a dónde voy, irremediablemente. Al fallo del martes 9 de noviembre, hace dos días. A tres juezas que han visto frente a ellas una pluralidad de pruebas y testimonios sobre la violación de derechos fundamentales y un acusado que no admitió responsabilidad directa, y las juezas, ¡zás!, tampoco. Me dicen expertos procesales que no es un problema de leyes, sino de justicia. De entender los autores directos y los autores mediatos o indirectos, autores intelectuales. Nuevamente, el cáncer de la impunidad nos carcome… La cita de 1993 se aplica hoy a pies juntillas: “frustración, indignación y sorpresa…”
La autora es abogada y escritora