El mayor reto de nuestros tiempos aquí, en la América Latina y en el mundo en desarrollo es incluir a los pobres y marginados a la vida nacional con ecuanimidad e igualdad de oportunidades. En Panamá, el 28% de la población (34% en América Latina) se clasifica como pobre (Cepal), del cual el 12% está en pobreza absoluta.
Estas son cifras inaceptables para una Nación que aspira a ser desarrollada y tiene la oportunidad de lograrlo. Por derecho propio (los pobres son ciudadanos), por ética y moral, por nuestros valores cristianos y por estabilidad nacional, los pobres deben ser incorporados en formas más efectivas al desarrollo nacional. Obviamente, lo estamos haciendo a través de acciones públicas de varios gobiernos y de acciones privadas de empresas, gremios y la sociedad civil.
La pobreza disminuyó de 37.8% en 2001 a 28% en 2008, gracias al crecimiento económico y a la generación de empleos y a una variedad de programas, desde educación, salud y nutrición hasta capacitación laboral, atención a la mujer y al agro, vivienda y, recientemente, transferencias condicionadas de dinero (Red de Oportunidades) a familias pobres. Pero la efectividad y calidad de todos esos programas dejan mucho que desear.
La atención a la pobreza tiene sus dimensiones demográficas y geográficas (quiénes son, dónde están), lo cual indica la necesidad de programas complementarios. El 42% de los panameños y el 56% de los pobres son menores de 20 años de edad. Esta realidad ya apunta a educación y salud, entre otras cosas. El 70% de los pobres es de áreas rurales y 200 mil pobres son indígenas. Esto enfoca a lo mismo, pero ampliado para cubrir mejor el interior y las comarcas.
De los pobres y marginados adultos (35% del total) muchos son desempleados (6.8% ahora) y otros son micro y pequeños empresarios, marginados e informales, que trabajan al margen de la economía de mercado formal. Muchos de sus hijos forman parte de los jóvenes pobres. El 90% de las empresas del país son micro y pequeñas. El 42% de todas las empresas es informal. Y carecen de crédito, capacitación, asistencia técnica, información e infraestructura y del apoyo de la legalidad.
En un país eminentemente de economía privada, donde las empresas y las personas son los entes organizadores de la producción y de la distribución de sus beneficios, esas cifras de exclusión y marginalidad apuntan a la necesidad indispensable de diseñar programas, normas, instituciones y servicios que contribuyen a incluirlos a la economía de mercado con provecho. Así se lograría reducir la pobreza y se complementaría el crecimiento económico, el empleo, la competitividad y el desarrollo nacional.
Entidades públicas como la Autoridad de la Micro, Pequeña y Mediana Empresa, el Ministerio de Comercio e Industrias y el Ministerio de Desarrollo Agropecuario tienen programas orientados en esa dirección. Pero necesitamos más.
La economía de mercado, a través de servicios como el crédito, títulos de propiedad, derechos legales reconocidos como empresas registradas y contratos reconocidos, y de servicios públicos (de exportaciones, de mercado, etc.) de costos módicos para el micro y pequeño empresario, puede contribuir muchísimo más a valorar lo que el pequeño empresario tiene para que realice su potencial.
El Gobierno Nacional (el actual y el anterior) y el Banco Interamericano de Desarrollo han definido un programa para recomendar cómo mejorar las reglas del juego y los mecanismos que estimulen una mayor inclusión de los micro y pequeños empresarios informales a las bondades de la economía de mercado, como el crédito, y han designado al Centro Nacional de Competitividad para coordinar su ejecución. Ya el programa se ha iniciado y es complejo, pero vale la pena. Será un granito de arena más dirigido a hacer eficazmente lo indispensable, y necesitará para su éxito del apoyo de toda la comunidad, tanto pública como privada.