AMARILLISMO INFORMATIVO

La intimidad del enfermo

En el periodismo, similar a lo que ocurre en medicina, el mal hacer de unos pocos erosiona el prestigio de los demás. Para recobrar la reputación grupal perdida, dos factores son vitales. Primero, todos los profesionales deben hacer una genuina autocrítica y reconocer culpa, aún parcial, de las irregularidades que acontecen en su sector. Cuando algo nos duele o avergüenza, pese a la reacción inicial de ira o negación, el desenlace final es usualmente positivo. Segundo, toda colectividad agremiada debe contar con un tribunal de ética, integrado por personas con probada trayectoria de honestidad y academia, para generar toques de atención o sanción, según el caso. Lamentablemente, en ambos oficios, esta entidad es inexistente o disfuncional. Hoy deseo invitar a la reflexión al gremio periodístico en materia deontológica.

La violación de la intimidad de enfermos aquejados de dolencias severas es un acto deplorable y cruel. Molesta observar a un sinnúmero de reporteros apostados en los cuartos de urgencia de hospitales públicos, prestos a grabar el rostro de cualquier ciudadano que entre al nosocomio. Si fluye sangre de alguna herida o si la víctima huele a pólvora, la portada del tabloide está garantizada. Además de mostrar las particularidades faciales del desvalido, atosigan a los apesadumbrados familiares con fotos lacrimosas y preguntas inflamables. Al final, la faena del día está hecha y contada. Se venderán muchos rotativos. Lo que menos importa es haber trapeado la identidad de esos infortunados panameños que serán presa del hazmerreír, lástima o discriminación por parte de sus vecinos y compañeros de escuela o trabajo.

A raíz de la pandemia de gripe A(H1N1), el terrorismo mediático ha sido espectacular. Cámaras, trípodes, micrófonos y antenas, aparte de dificultar movilización general, exhibían exorbitante avidez por captar toda la algarabía que rodeaba la aparición de un individuo con mascarilla y síntomas respiratorios en la sala de emergencias de instituciones estatales. Si los paramédicos portaban disfraz de astronauta, el espectáculo estaba servido. Todos los noticieros idearon programas especiales, con música fúnebre de fondo y titulares anunciando fatalidad inminente. Para cerciorarse de la credibilidad de las autoridades sanitarias, toda respuesta era contrastada con reportes foráneos o entrevistas internacionales. Cualquier variación mínima en conceptos era sacada de contexto para dar realce al amarillismo noticioso. El pánico creado por la televisión fue digno de una película escalofriante. Sería injusto, empero, culpar exclusivamente a la prensa de la alarma pública. Hubo personal sanitario, no autorizado para vocería, dramatizando la enfermedad y cuestionando acertadas medidas ministeriales.

Recientemente, en el Hospital del Niño, experimentamos numerosas incursiones periodísticas. Se presentó el primer caso pediátrico grave de la nueva gripe. Como abejas salidas de colmenas, acudieron reporteros a intentar capturar imágenes del niño y sus familiares. Pese a tratarse de una instalación enemiga de ruido y tumulto, encontraron la manera de llegar hasta casi la cama del enfermo con tal de satisfacer morbosas curiosidades. Hicieron preguntas a los padres de otros pacientes contiguos, indagando sobre el manejo, las medidas de aislamiento y las palabras del personal a cargo. El clima de intranquilidad generado perjudicó la dinámica normal de la institución. El reclamo de los tutores de otros infantes por la supuesta posibilidad de contagio se tornó en hostilidad hacia funcionarios y hacia la madre del niño afectado. Cualquier cambio en la condición clínica era erróneamente interpretado como ocasionado por la cercanía del virus en cuestión. En una unidad de cuidados críticos, la desconfianza es muy peligrosa.

El despliegue informativo no terminó ahí. Se tomaron vistas del domicilio y vecindario de la criatura infectada, notificando a los lugareños de la situación. ¿Qué piensan ustedes que podría ocurrir cuando esta humilde familia regresara a casa? Estigmatización, alejamiento y conflicto son consecuencias inmediatas. A pesar de toda la parafernalia mediática y la gravedad del caso, hubo, esta vez, final feliz. Se esfumó la posibilidad de otra primera plana. Ni siquiera una pequeña nota para destacar el esfuerzo de estupendos médicos y enfermeras intensivistas para salvar a un niño moribundo y llenar de júbilo a su progenitora. Un buen funcionario sanitario no necesita elogios, pero tampoco es justo someterlo a una asfixiante presión que pueda perjudicar la óptima atención y confidencialidad a que tiene derecho todo ser humano.

Los medios critican continuamente la disparidad social pero, en el fondo, contribuyen a exacerbarla. Me pregunto, ¿por qué no efectúan grabaciones similares en centros médicos privados?, ¿por qué no difunden las caras de los pacientes que acuden a Punta Pacífica o San Fernando?, ¿por qué no se divulga, entre los que viven en Costa del Este, la enfermedad de uno de sus colindantes? Pido a los medios detener su invasión a los hospitales públicos. Si necesitan obtener información de obligado interés para la sociedad, el director o alguien designado puede ofrecerla, periódicamente, en oficinas administrativas. La privacidad de cualquier persona, particularmente en situación agobiante, debe ser inviolable. Responsabilidad social, convivencia pacífica y ética humana están en juego.

“La persona que pierde su intimidad, lo pierde todo”, Milan Kundera.


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